En 1993 Núria Sales, fallecida el pasado lunes, polemizaba con Borja de Riquer a propósito de la pretendida debilidad del Estado español debido a la “insuficiencia de españolización” y de la incapacidad para imponer una “unificación lingüística y cultural real”, según Riquer. Sales argumentaba que es falso dar por hecho que «todo Estado donde no triunfe un monolingüismo estatal absoluto es débil» y que, en definitiva, Riquer confundía «Estado-nación castellano» con «nación-estado español» y, cosa que sería peor, “Estado-fuerte y Estado-nación, como si no pudieran existir otras formas de Estado capaces de solidaridad y capaces de rechazar agresiones exteriores (¿qué es un verdadero Estado fuerte, sino eso, en primer lugar?), que bajo el nefasto (a la vez que imposible) modelo del Estado-nación arrasador, negador de toda lengua e historia que no sea la de la sola nacionalidad (o etnia, pueblo, grupo, o como se le llame) hegemónico”, afirmaba Sales.
La noche del lunes pensaba en ello siguiendo el siniestro debate entre Sánchez, un tahur an la madrileña, y Feijóo, un cacique a la gallega, o sea, tataranietos con mácula de los políticos españoles de la primera restauración borbónica e hijos de los que han creado y sostenido la segunda: servidores todos del Estado y de la unidad de la etnia castellana hegemónica. Y pensaba, igualmente, que la reunión de monarquía, iglesia, ejército, judicatura y oligarquía económica había propiciado la integración de aquellos politicastros provinciales –pero no sólo: Solé Tura y Miquel Roca, diseñadores del Estado de las autonomías, no eran precisamente politicastros provinciales–, como partes interesadas en el negocio público. Representantes de clases medias y bajas provinciales en busca del ascenso social (vía burocracia de Estado y partidos políticos) y representantes de regiones en busca de un estatuto particular (vía pacto con el Estado) fueron, más allá de las continuidades profundas de la dictadura franquista, el vehículo por excelencia de la segunda restauración borbónica. La represión de las alteraciones que pusieran en cuestión aquella sacrosanta unión nacional fue tan cruel como implacable: desde la Guardia Civil o las levas coloniales forzosas del siglo XIX a la intervención directa de la Legión, el ejército y las fuerzas coloniales en la guerra civil, junto con la incorporación, en tiempos actuales, de hijos de trabajadores rurales a la policía y de mercenarios en el ejército profesional. No es de un Estado débil, pues, de lo que hablemos, sino de una continuidad de dominación económica, social, política y étnica en el tiempo y en el espacio bajo el caparazón del «Estado-nación». El ‘aporellos’ es una seña de identidad.
Y pensaba también en las continuidades y discontinuidades catalanas. Ciñéndome a lo que aquí me interesa, podemos decir que la Generalitat ha perdurado en tanto que núcleo condensador del pacto entre lo común y su representación nacional gracias a mantenerse viva en la conciencia de la gente que la ha defendido por encima de derrotas, exilios, prohibiciones y oportunismos. Pensando en la profunda división de los políticos presuntamente independentistas, no tuve más remedio que preguntarme cómo es posible que no se haya podido crear una unidad profunda de servidores en torno a la Generalitat en tiempos de ofensiva y de crisis, una unidad indisoluble como la española por encima de grupos, partidos o personalidades. Y por qué, espoleados por el Primero de Octubre, Junqueras, Puigdemont y los partidos que representan no han podido realizar esa unión indispensable para garantizar un horizonte material a la idea del Estado propio. Volviendo a Riquer i Sales, añadiría que la función crea el órgano, o, si lo prefiere, que el Estado-nación denunciado por Núria Sales genera servidores, estrategias, sistemas de autodefensa y, en última instancia, la unidad férrea necesaria para defender la idea que fundamenta su hegemonía: el mito de su indestructibilidad.
He aquí, pues, el problema del independentismo: que debe construir un Estado a partir de los mismos materiales que un Estado-nación más, pero que carece de la capacidad material –control de la economía, aprobación de leyes y fuerza para a imponerlas– para generar la unidad férrea necesaria a su alrededor: en una palabra, la articulación y defensa de intereses que producen el respeto y la reverencia a la institución. De ahí que sus previsibles y necesarios servidores –el 52% de que se dispone en el parlamento desde 2021– no se comporten como Sánchez y Feijóo, que incluyen la razón de estado en su genoma político, mientras que ERC, Junts y la CUP no lo llevan. La sujeción mental al Estado-nación español es su origen y la fantasía de extraer algún provecho, el corolario.
Esta debilidad de los servidores previsibles y necesarios para el Estado catalán fue puesta en evidencia, a la vez que mostraba sus vergüenzas, por la multitud autoorganizada y decidida del Primero de Octubre. Se comprobó que sus señorías eran un grupo de cazadores individuales, no una casta de servidores del Estado propio, es decir, del común movilizado para establecer un nuevo pacto entre la gente y la institución, generador de una nueva, férrea e indisoluble unidad en torno a la Generalitat. Todo esto requería, a falta de la materialidad previa de un Estado propio, una concepción distinta de la “democracia”. Quiero decir que no se trataba sólo de “votar”, como ingenuamente pensaba el grueso del movimiento (y como no tiene derecho a volver a proponer, con menor ingenuidad, la ANC), sino que se trataba, también, y sobre todo, de “ocupar”. Nosotros ya disponemos de estructuras de Estado, aunque forman parte del edificio de una arquitectura orgánica, la del Estado-nación español, que las contiene y otorga sentido: cuando pretendemos separarlas, caen como las piezas de un juego de construcción.
En este punto, el movimiento no entendió –y creo que todavía no ha entendido– que, careciendo de aquella materialidad previa de la que disponen sin trabas los servidores de un Estado-nación, garantizada por la economía, la ley y la fuerza, no debía contarse con unos líderes sin conciencia ni sentido de estado, sino con la autonomía del movimiento. De ahí la fragmentación posterior, la desmovilización política, la desorientación táctica, o el aventurismo de los que ahora quieren hacernos creer que todo es cuestión de voluntad. En términos no precisamente anecdóticos, la JEC no sabe qué decir sobre el “Cara al sol” en un spot electoral, pero nosotros sabemos de sobra cómo actuó contra la voluntad del president Torra, de Pau Juvillà, y, recientemente, de Sílvia Orriols.
PS: Me advierte Blanca Serra de que Josep Ferrer le ha indicado que el artículo de Eva Serra publicado la semana pasada en esta sección, “A propósito de los Països Catalans”, no era, contra lo que escribí yo, inédito, aunque el mensaje de la autora perviva como entonces. Como tengo una copia en la que sólo consta en la cabecera el nombre de la autora, pensé que era uno de esos papeles que discutíamos los componentes de la ‘Nova Falç’ a mediados de los ochenta. Pido excusas a los editores del diario, a los pacientes lectores y a las benévolas lectoras.
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