A mediados del siglo XIX, el historiador Alexis de Tocqueville explicó la Revolución Francesa como nadie lo había explicado antes y como casi nadie lo explicará después, al menos al gran público. Según él, la revolución de 1789 no fue debida al despotismo de la monarquía sino a la actitud de los nobles que se aferraban a sus privilegios aun siendo cada vez más inoperantes en los asuntos públicos. En el libro ‘El antiguo Régimen y la Revolución’ (1856) escribió: «Los nobles tenían privilegios engorrosos, poseían derechos onerosos; pero aseguraban el orden público, distribuían la justicia, hacían ejecutar la ley, socorrían el débil. A medida que la nobleza dejó de hacer estas cosas, el peso de sus privilegios parecía pesado y su existencia misma acababa por no ser entendida». La nobleza dejó de tener sentido cuando ya sólo era un cuerpo extraño que chupaba dinero sin dar nada a cambio. Una garrapata sin utilidad social. Este proceso hacia la inutilidad había comenzado en el siglo XVII cuando Luis XIV absorbió una parte notable del poder de la nobleza sin tocar, sin embargo, sus privilegios. Era el desgaste por arriba. Y, en el siglo XVIII, la Ilustración dio a la burguesía herramientas para construir su propia legitimidad. El desgaste por abajo.
Así pues, un paralelo nada inverosímil permite entender mejor por qué Cataluña esparce la niebla. En Cataluña, se percibe claramente la inoperancia creciente del Estado, es decir de España. Por un lado su autoridad ha sido debilitada por la integración europea: desgaste por arriba. Por otro, por las competencias adquiridas por la Generalitat: desgaste por abajo. Lea la cita de Tocqueville sustituyendo «los nobles» por «España» y verá como todo encaja. España chupa y no ofrece nada más que el mantenimiento de sus privilegios. Y de hecho, el reflejo de recentralización actual responde a un intento de encarnar, de nuevo, su plena autoridad. La autoridad que puede ser arbitraria y puede aumentar aún sus privilegios pero que toma y aplica decisiones. Y que, así, justifica su existencia.
Ahora bien, en Cataluña, todo indica que el punto de no retorno -es decir el momento en que es más fácil y rápido continuar recto que dar media vuelta- ya ha sido pasado. En 1789 se habla a menudo, como punto de no retorno, de la toma de la Bastilla, el 14 de julio. En realidad, este punto había sido franqueado unas semanas antes, el 23 de junio, cuando, reunidos en estados generales, los representantes del tercer estado rehusaron abandonar la sala donde deliberaban, desobedeciendo las órdenes directas de Luis XVI. El conde de Mirabeau, en una declamación famosa -afinada y mejorada a posteriori- lanzó a los emisarios del rey: «¡Estamos aquí por la voluntad del pueblo y sólo nos hará marchar la fuerza de las bayonetas!». Con la decisión de mantenerse fieles para siempre al servicio de su pueblo, rompieron, ese día, con el régimen. Era una ruptura política pero sobre todo psicológica y emocional.
Esta ruptura no era fácil ya que implicaba pasar por encima de la sagrada autoridad del rey. El mismo 23 de junio, unos minutos antes de la ruptura definitiva, Luis XVI afirmaba esto delante mismo de los representantes de los estados generales: «Piensen, señores, que ninguno de sus proyectos, ninguna de sus disposiciones pueden tener fuerza de ley sin mi aprobación especial. Soy el garante natural de sus derechos respectivos». El rey como un Tribunal Constitucional. Pero, sin embargo, prevaleció la legitimidad por encima de la legalidad. Y mostrando esa misma fidelidad al pueblo a pesar de las amenazas y la soberbia del poder, los representantes de Cataluña -el Parlamento, el gobierno y los ayuntamientos- han pasado el punto de no retorno. Falta, ahora, que los ciudadanos se expresen para confirmar, o no, este camino.
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