‘Dammi la mano in pegno!’ (‘¡Dame tu mano en prenda!’)

‘Cuanto peor, mejor’, ‘no hay traidores’, ‘nadie tiene la máquina de hacer catalanes’, son frases de factura reciente, o recicladas con voluntad de superar el desgarro social que conllevó el franquismo. El sentido de estas frases y otras similares (o inversamente, los peyorativos asociados: ‘talibanes’, ‘hiperventilados’, ‘apocalípticos’) se desprende del enunciado de uno de los lugares comunes difundidos últimamente sobre la necesidad de ‘recoser la sociedad’. Son expresiones, todas, de la incapacidad de enfrentarnos a la conflictividad, incapacidad que nos hace vulnerables a la pasión impositiva de la sociedad española. No es que el catalán no sea agresivo, sino que lo disimula por miedo al conflicto y prefiere incubar el rencor que arriesgar un desafío. Nuestro mal, dicen, no quiere ruido.

A pesar de su sonoridad, esas frases topan con la evidencia histórica. Cataluña siempre ha tenido sus patriotas, sus arrebatados, y los fieles a un hecho diferencial que admite evolución pero no su negación. Y, como toda sociedad acosada por un enemigo poderoso, tampoco le han faltado los traidores, los arribistas y los conformistas de la diáspora interior. El esfuerzo para encauzar la acción política de acuerdo con este realismo hay que entenderlo en relación con el ablandamiento de las convicciones. La aversión al conflicto y el desprecio de la firmeza favorecen el gradualismo, esa política de despachos y reservados de restaurante que acaba ahogando los fines en la miseria de los medios.

Las frases con las que he comenzado el artículo eran ajenas a los combates de los años sesenta y setenta, cuando los perfiles ideológicos todavía eran nítidos. Son fórmulas propias del relativismo de las décadas posteriores, dominadas por la transacción, el ‘pragmatismo’ y la oportunidad, figuras retóricas de la praxis del ‘pájaro en mano’. En una época ablandada por el bienestar económico y la ilusión de un progreso lento pero asegurado, retener la hegemonía exigía difuminar las convicciones, limar las aristas, enfriar las ambiciones y limitar las esperanzas. Fueran en versión convergente o socialista, aquellos vituperios de la radicalidad se adecuaban a una sociedad satisfecha que inauguraba polideportivos y financiaba desfiles carnavalescos con un populismo y un paternalismo heredados, tal vez inconscientemente, de la dictadura.

Dentro del espacio ideológicamente informe de aquellos años, la voluntad de atrapar las energías civiles dentro de la maraña de una sociedad administrada unía a los adversarios por encima de las trifulcas del día a día institucional. La complicidad no procedía de un pacto para taparse mutuamente las vergüenzas, como se ha dicho a menudo, sino de un acuerdo tácito para controlar el espacio social. La connivencia entraba en la lógica del corporativismo de la clase política. Gobernaba el ánimo de envolver la historia en la matriz tibia y confortable de una inacabable transición. Una de las representaciones más gráficas de aquel entendimiento tuvo lugar en el despacho de Felipe González, cuando Jordi Pujol fingió caminar de puntillas por encima de un tendido de cristales rotos, en referencia a la querella de la fiscalía del Estado por el asunto de Banca Catalana. Todo Cataluña caminaba de puntillas sobre la hostilidad que destilaba la prensa del reino y que en Barcelona vehiculaban los manifiestos y artículos de intelectuales alentados por la enorme bolsa de inmigración no integrada culturalmente. El chantaje a la convivencia ya estaba en la manga socialista antes de que lo estuviera en las de José María Aznar y de Sociedad Civil Catalana. Cada vez que los portavoces del partido hablaban de la ‘Cataluña real’ en alusión a los asiduos de la fiesta de la Rosa o de la Feria de abril, cada vez que asociaban la catalanidad al folclore y hablaban de ‘la costra’ que había que arrancar de los medios y las instituciones, amenazaban una convivencia, que sabían necesaria y que sabían también que el catalanismo preservaría a cualquier precio. De ahí que la catalanidad se manifestara como una identidad desdibujada, sin perfil, una pura cuestión censal, y que se llegara a censurar su idea misma tildándola despectivamente de identitaria.

Esta flojera conceptual fue el efecto colateral de una distensión caracterizada como viaje al centro. Durante treinta años los partidos hegemónicos destinaron sus proyectos a superar las revoluciones de las esferas respectivas: la catalanista, por un lado, y la social por otro. En ambos casos se preservaba la retórica del legado evacuando su radicalidad. A pesar de las apariencias, ni Pujol demostró la capacidad doctrinal de Prat de la Riba, ni la izquierda desplegó la energía contestataria que la había caracterizado durante el franquismo. Al contrario, los partidos evitaron los excesos de los legados respectivos, con el ojo puesto en fijar la política en ese punto dulce en que las instituciones prevalecen y el presente se eterniza.

Aquella época está ahora debolida y sus partidos han quedado reducidos a una triste sombra de lo que fueron. A medida que subía la marea reivindicativa, los grandes partidos se descomponían, y ya antes del 1 de octubre eran ruinas de una supremacía que ahora cuesta entender sin invocar la inercia de las sociedades. Tras el 1 de octubre, sin embargo, todo el mundo sabe que el panorama no admite vaguedad. La agonía del régimen del 78 obliga a resolver lo que la transición había aplazado indefinidamente. La crudeza del momento no tolera más simulación. Los conflictos vuelven en toda la radicalidad: uno, el problema de la democracia secuestrada; el otro, el de la libertad cerrada. Ambos se superponen y retroalimentan, pero conviene sopesar la urgencia a fin de no errar en la solución. En 1976 la lucha por las libertades nacionales cedió al imperativo de establecer la democracia en España, como ya había pasado en 1931 con el canje de la república por la autonomía. Una y otra vez las cosas fueron como todo el mundo sabe. Es crucial no reincidir en el error. Por ello, y a fin de no privarnos de la lucidez necesaria, convendría dejar de infligirnos la censura implícita en las frases del comienzo. Ha habido traiciones y por tanto hay traidores. Principio básico de la dialéctica: a veces es necesario que las cosas se degraden antes de que empiecen a recomponerse. No es necesario declarar que algo ‘es legítimo’ para criticarlo, porque ni todo es legítimo, ni toda tolerancia es virtuosa. La democracia no obliga a tanto: los pactos demoníacos no se deberían firmar.

El soberanismo está tensado entre los nostálgicos del gradualismo, que reclaman ‘normalizar’, ‘recoser’, ‘recuperar las instituciones’ -en definitiva, volver a los equilibrios entre retórica y acatamiento-, y quienes creen que, pasado el Rubicón del referéndum y la declaración del 27 de octubre, la autonomía se ha convertido en un espejismo y una trampa. La elección es entre un gobierno de Vichy y una Francia libre. Entre los que ven en el 155 la derrota del independentismo y los que vislumbran la entrada del Estado español en terreno desconocido, cada vez más inhóspito. La estrategia más osada pero potencialmente más lucida sería invitarle a perecer en su propia intemperancia. Quemar Moscú o, lo que es igual, cederle la autonomía, dejando al Estado a la intemperie de unas gélidas relaciones internacionales, antes de consentir en gobernarla en sus condiciones. El soberanismo, de hecho, ya no debería consentir nunca más gobernar una autonomía.

Pero si la clase política considera imprescindible retomar la lucha en el Parlamento autonómico, el escenario abierto por la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein y las previsibles iteraciones de los de Edimburgo, Bruselas y Ginebra señalan el camino de la restitución. Puigdemont se ha confirmado como el mejor estratega y nadie puede decir que no haya superado la prueba del valor y demostrado su determinación. No sólo es el único interlocutor internacionalmente reconocido como líder de la causa republicana; también es la pieza de caza mayor que llevará a la jauría represiva al despeñadero. El soberanismo debe elegir entre sufrir una intensificación de la represión a causa de la victoria y la seguridad bajo amenaza de retirarse a los cuarteles de invierno a la espera de un nuevo ciclo histórico.

Ante este dilema, la idea de sacrificar a Puigdemont a fin de pactar un gobierno ‘de izquierdas’ con comunes y socialistas es, dicho sin rodeos, una deslealtad mayúscula al coraje democrático del 1 de octubre. Como cómplices entusiastas del asalto a las instituciones, del ataque a la libertad de expresión, y de la prisión y exilio de políticos fieles al mandato de las urnas, los socialistas son democráticamente irredimibles. Sus valedores, los comunes, tampoco son testigos inocentes de la regresión de los derechos. Con su concurrencia impertérrita, son el invitado de piedra a los acontecimientos infernales a que les invita el Estado español a cierta hora de madrugada. Las lágrimas de Domènech durante la interpretación de ‘Què volen aquesta gent’ (‘Qué quiere esta gente’) por Maria del Mar Bonet en la manifestación del 21 de octubre contrastan con la insensibilidad ante los golpes administrados por la policía y los jueces a una causa que él mismo ha condenado. Los comunes son el pasado. Su programa, un camino ya recorrido de sumisión al Estado y dependencia del caudillo madrileño de turno. Su horizonte, ilustrado por su paso por el gobierno municipal, un cóctel de retórica reformista que enmascara la sujeción de siempre.

Para ensanchar la base del independentismo no hay que claudicar ante los comunes. La ampliación de la mayoría independentista sólo se conseguirá insistiendo tenazmente en revalidar la República. Se conseguirá a medida en que tomar posición en tierra de nadie entre democracia y fascismo, entre los avalistas de la represión y los defensores de las urnas, sea insostenible y los comunes terminen cayendo de un lado o del otro. Así pues, hay que preguntarles a ellos, ¿que quieren ‘esta’ gente? Y exigir una respuesta que asuma la realidad del desgarro social, que no es efecto de un 3% u otro, sino de la superación o supeditación al protectorado de una nación hostil. Este desgarro no se puede recoser sin responder a la cuestión más candente entre todas las sustraídas durante la transición. Otra cosa sería dar la mano a la estatua, y ya se sabe cómo las gasta el comendador.

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