Algunos apuntes sobre una Cultura del pueblo y para el pueblo que me resisto a denominar «popular»
Parafraseando no sé si a Clausewitz, a Tayllerand, a Churchill o a quien, diré que la cultura es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de los académicos y los intelectuales.
La Constitución Española, que cito porque es la que tengo más a mano, establece en su artículo 44 apartado 1, que «los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho», lo cual no es más que la aplicación de lo manifestado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 27-1, que reza: «Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten».
De ello parece desprenderse que el ciudadano de a pie no tiene derecho más que a acceder a la cultura, a tomar parte en la vida cultural y a gozar de ella. Ya sabemos que no, que la interpretación de esos textos, por naturaleza ambiguos, puede ser otra que otorgue al ciudadano, además, capacidad y derecho para ser protagonista de la vida cultural y para desarrollar su propia cultura. Sin embargo, esos mismos poderes públicos obligados a promover y tutelar el acceso de todos a la cultura, son los que suelen depositarla en manos de una minoría adicta de intelectuales y académicos. Naturalmente existen intelectuales disidentes, pero generalmente dejan de serlo cuando se les concede el rango de académicos.
El problema tiene dos facetas. La primera surge de la misma duplicidad de la definición de cultura, por una parte como conjunto de conocimientos científicos o artísticos adquiridos y, por otra, como el conjunto de estructuras sociales, religiosas o de otros tipos que caracterizan a una sociedad.
Hablamos de la cultura vasca, pero no de la cultura de cada vasco en particular, ni de la interacción entre esas culturas individuales y otras, de dentro o de fuera. Además, tenemos la tendencia, todos, no sólo los vascos, de entronizar como nuestra cultura a la de nuestros antepasados. Como consecuencia, nos encontramos con unos modelos culturales impuestos, unas veces desde fuera, pero también por nosotros mismos y nuestro entorno.
No se trata de cortar con el pasado. Sabemos que la tradición es un hilo invisible que une el pasado con el futuro, haciéndonos ser como somos en el presente. El pasado, la cultura de nuestros ancestros, es un elemento fundamental para construir nuestra propia cultura, tanto en su dimensión individual como en la social, pero cada uno de nosotros, como ciudadanos protagonistas de nuestro tiempo, debemos realizar nuestras propias aportaciones, con elementos originales y, a menudo, también con otros espigados de aquí y de allá.
En un esquema como éste, basado en la libertad, la autogestión a los distintos niveles, la consideración de la autonomía de la personalidad cultural, tanto en el plano individual como en el colectivo, resulta fundamental la comunicación. Quien quiera dominar a otros, sabe muy bien que el mejor medio es fomentar el individualismo insolidario, en todos los aspectos, también en el cultural. Sin comunicación no puede haber creación ni, por tanto, progreso. Las culturas se anquilosan, se fosilizan, se convierten en piezas de museo y acaban por desaparecer, siendo sustituidas por otras más manejables por los detentadores del poder, más sumisas.
Cultura a pie de calle, a la medida del ciudadano, compartida, en la que todos podamos ser intérpretes y no meros espectadores, además de creadores. Participativa, abierta a todos los mundos. Nunca como ahora había sido posible conocer y aprehender lo mejor de los otros, ofreciendo al mismo tiempo a los demás lo mejor de nosotros.
Tenemos una imagen del nosotros colectivo como un árbol, con sus raíces bien afirmadas en el suelo. El árbol es nuestro patrimonio, entendido, tal como lo define Humberto Astibia, como el conjunto de expresiones materiales e inmateriales de una cultura, pero vivimos el presente y el árbol viene del pasado, aunque se proyecte hacia el futuro. De presente estamos hablando, porque el patrimonio y la cultura se hace siempre en presente. Aceptamos la imagen si convenimos en que en el árbol cada uno somos un pájaro, que vuela libremente, aunque tenga su nido entre sus ramas.
Hemos cerrado una época en la que la actividad humana, incluida la cultural, se estructuraba en bloques y frentes, para iniciar otra organizada en un red tridimensional, en la que cada uno ocupamos un nudo y bien directamente o a través de otros, estamos todos intercomunicados.
Cultura como libre creación, como comunicación de nuestros saberes y expresión de nuestros sentimientos, pero también como estudio de la propia cultura, de lo que hemos sido, de lo que somos y de lo que queremos ser. Ahí sí las instituciones y las academias pueden tener su papel integrador, formador y divulgador, dinamizador en suma.
Cuanto más controla un organismo su entorno inmediato o más libre está de sus presiones, más avanzado es. Lo dijo Isaac Asimov hablando de la evolución, pero nos lo podemos aplicar a nosotros mismos. Cuanto más miedo tengamos a la libertad, lo que nos suele suceder en nombre de un cierto instinto de autoprotección, paradójicamente más vulnerables seremos a la dominación de propios y extraños.