“Cuius Regio, Eius Religio”

Con esta frase, vendríamos a reconocer la importancia del Estado en la configuración de las identidades contemporáneas. Parece ser que fue acuñada en 1582, en medio de la Reforma Protestante y las luchas de religión (1454-1598), y una traducción libre de la misma sería: «El gobernante de un territorio elige la religión de todos sus súbditos«, o «un Estado, una religión».

Con esa misma intencionalidad, Luis XIV, Rey de Francia y Navarra, conocido como “el Rey Sol” (“le Roi Soleil”), afirmaría «une foi, une loi, un roi» (una Fe, una Ley, un Rey) al rubricar el Edicto de Fontainebleau (1685), que ponía fin a la libertad religiosa en sus Estados y abolía el Edicto de Nantes (1598) firmado por su antepasado Enrique “el Bearnés” -primer rey “Bourbon”-, aquel que dicen que dijo: «París bien vale una misa».

Con Rousseau (1762) se produce un cambio sustancial en el pensamiento político: el poder emana del pueblo, siendo cada ciudadano soberano y súbdito al mismo tiempo. Los Estados «modernos» y sus estructuras beben de las aguas de la revolución francesa (1789-1799), donde la burguesía, con su concepción política y económica, emergerá como la gran vencedora, acaparando el poder político y el económico. Con el lema netamente burgués “Liberté, égalité et propieté” adoptado por el directorio revolucionario francés (1794 – 1799), sustituido al tiempo por el por todos conocido “Liberté, égalité et fraternité”, el Estado se convertirá en el gran defensor de la burguesía, en detrimento del pueblo. A partir de ese momento, los intereses de la nación, convertida en Estado, se verán supeditados y confundidos con los intereses burgueses.

Este proceso revolucionario, conocido como “Primera República”, será exportado al resto de Europa y al Mundo. Pasará por varios estados -en ocasiones enfrentados entre sí- para terminar siendo el modelo que adoptarán los futuros gobiernos y/o nacionalismos burgueses y/o liberales. Si bien la Revolución, en un primer momento, fue bien acogida en la mayoría del territorio y supuso un instante de esperanza, al poco chocó de manera frontal e irreconciliable con el mundo tradicional, desencadenando conflictos armados a lo largo y ancho del territorio: el más relevante de los mismos -que no el único- fue la Guerra de la Vendée (1793-1796).

La represión y el terror resultaron brutales, y las tierras vascas bajo soberanía francesa -soberanía contraria a derecho- no serán ajenas a él. En su mayor apogeo, durante el «Reinado del Terror» (1793-1794), “Labourd” padecerá de primera mano el «Terrorismo de Estado»: todos aquellos que no mostraron entusiasmo por la revolución fueron tildados de Contrarrevolucionarios y, por tanto, enemigos del pueblo, descargando sobre ellos toda la «injusticia» de la ley.

Varias fueron las circunstancias que llevaron a los vascos a ser desafectos al proceso revolucionario:

– Desde el mismo momento de su génesis, por sus particularidades políticas, no vieron la forma de encajar en el nuevo orden. Cada territorio respondió de forma diferente a la llamada Real a los Estados Generales, y se vieron superados por el proceso revolucionario subsiguiente.

– La nueva Constitución era considerada la única ley y forma de gobierno posible en toda la Nación Francesa, lo cual derogaba y atentaba contra los diferentes usos y costumbres propios de los territorios vascos. Especialmente ilustrativo fue el caso de la Baja Navarra, que era reino independiente de por sí, compartiendo únicamente monarca con el Reino de Francia.

– No contribuían a las levas de reclutamiento. Así, en la Guerra de la Convención (1793-1795), pese a que según sus leyes consuetudinarias no tenían obligación de aportar hombres, se les consideró pro-españoles y traidores a la Patria.

– Reestructuración social, con la desaparición de la figura del mayorazgo -vital para la pervivencia del mundo tradicional vasco-, la confiscación y venta de las tierras del común, o la liberalización de precios y arrendamientos.

– Se trataba de una sociedad donde el sentimiento religioso ultracatólico estaba fuertemente arraigado, siendo, por tanto, de manera inevitable, enemiga de un Estado de marcado carácter ateo y descristianizador.

A las deserciones de reclutas les seguirán detenciones, ejecuciones sumarísimas y deportaciones masivas de civiles, al más puro estilo estalinista. Pueblos enteros fueron considerados traidores -Azkaine, Itsasu y Sara en 1794-, y toda su población fue deportada sin distinción de género ni edad. En otros pueblos -Ezpeleta y Zuraide-, desterraron a aquellas familias consideradas “desafectas” –«aquellas de las que se sospeche odio a la República y amor a España»-, siendo sus propiedades confiscadas y repartidas entre aquellos afectos a la Revolución. Otros pueblos afectados por la medida fueron Luhuso, Lekorne/Mendionde, Makea/Macaye, Larresoro, Biriatu y Kanbo.

En total, cuatro mil desplazados al interior del territorio francés, separando a las familias…. mil de ellos morirán de hambre en el desplazamiento: un verdadero genocidio. Tras ocho meses de destierro y padecimientos, con la caída de Robespierre, los afectados podrán volver a sus casas, para seguir sufriendo hambruna y necesidad por las cosechas perdidas y las propiedades desvalijadas.

Curiosamente, y al mismo tiempo, la provincia “vasco-española” de Guipúzcoa negocia con representantes revolucionarios (Pinet y Cavaignac) el ingreso de la Provincia en la Convención, siempre y cuando le sean respetadas sus particularidades… pero con la Paz de Basilea (22 de julio de 1795) las fronteras volverán al Pirineo, quedando Guipúzcoa bajo soberanía española, y pasando a cambio Haití a manos francesas. Al tiempo, Guipúzcoa y sus dirigentes pagarán cara esta «traición»….

Comenzará así un proceso de asimilación y etnocidio, donde la única lengua será el francés y las únicas leyes las que emanen de la Constitución republicana, que buscará centralizar y homogeneizar el territorio, forjando así un sentimiento de adhesión a la lengua, la bandera y la unidad nacional francesas: los dirigentes revolucionarios serán, en definitiva, los encargados de modelar la recién creada identidad francesa. Y, para ello, no vacilarán en aniquilar cualquier divergencia política (decapitación de Luis XVI y un incontable número de ciudadanos, derogación de las particularidades vascas y bearnesas, …), cultural (persecución y eliminación de todas aquellas lenguas a excepción de la lengua nacional, la lengua del Estado, el francés) o religiosa (persiguiendo la religión cristiana como enemiga del Estado, para pasar al ateísmo y el Deísmo, hasta llegar al actual Estado aconfesional).

Serán, en particular, los jacobinos franceses, con Robespierre y su época del Terror a la cabeza, los que sublimarán hasta su máxima expresión la idea de la indivisibilidad del territorio, la unidad de la patria. Pensamiento que transmitirán al resto de nacionalismos de corte jacobino, entre ellos el español…. pero también, siendo honestos, al vasco e, incluso, a buena parte del movimiento “nafartzale” (o “naffarres”…), al considerar ambos un determinado ámbito geográfico como principal elemento definitorio -por sí solo- de la nación, por encima de otras variables: en el primer caso, el “zazpiak bat” -asimilado ya al concepto de “Euskal Herria”, y antes de “Euzkadi”- y, de manera creciente, un más reducido y cómodo “hirurak bat”; una Gran Nabarra o “Nafarroa Osoa” en el segundo caso, integrada por todos aquellos territorios que alguna vez estuvieron bajo la órbita del Reino de Navarra, superando con creces la territorialidad del «zazpiak bat».

Viniendo a nuestros días, los hechos demuestran que, a día de hoy, la mayor expresión de libertad nacional la constituyen los Estados, entendidos como unidad soberana, sin otro poder superior político ni religioso, al menos a nivel jurídico. En los “Estados Democráticos» el poder, en forma de soberanía popular, dimana del pueblo, quien, a su vez, lo delega en el Estado, pasando así el ciudadano a ser un agente pasivo, un súbdito del Estado, un mero convidado de piedra, con una falsa sensación de libertad y una nula capacidad para incidir sobre las estructuras del Estado.

Si importante es para cualquier grupo social o nacional constituir un Estado propio, no lo es menos definir el modelo y las bases de dicho Estado. Baste hacer referencia, como ejemplo ilustrativo, a los países americanos, en los cuales los pueblos originarios permanecieron ajenos a los diferentes procesos independentistas, convirtiéndose, pues, en verdaderos extraños de las sociedades que surgieron. Los nuevos países, convertidos en Estados libres y Soberanos, supusieron una continuidad de las sociedades coloniales previas a la independencia para las sociedades y culturas nativas.

Los vascos, euskaldunok, cuyas tierras llevan más de mil años siendo colonizadas, ¿a qué tipo de Estado y sociedad aspiramos? ¿A una sociedad postcolonial, con un territorio más o menos amplio, pero que asuma como propias las culturas, las lenguas y leyes de las naciones que a día de hoy la someten? ¿O seremos capaces de revertir el proceso, recuperando una sociedad genuina y propia, con sus leyes, su modelo político e institucional -que hizo que el mundo nos viera como el pueblo de las libertades genuinas-, su lengua -el Euskara-, y su cultura propia como ejes vertebradores? Es más… ¿es razonable pensar que jamás podamos volver a contar con un Estado propio, mientras las culturas de los Estados conquistadores sigan siendo hegemónicas en nuestro día a día?