Finalmente se ha destapado el frasco de las esencias y una ventolera -auténtico huracán- de fervor patriótico ha recorrido las Españas calando hasta la mismísima cañada. Pero -vano empeño luchar contra los elementos- se ha llevado las veladuras que cubrían la Constitución de 1978 y le daban esa pátina democrática y aún diría progre, para dejar al descubierto sus más íntimas vergüenzas: la materialización jurídico-política de la herencia de Franco, ya saben, aquellos principios fundamentales, inmutables pero no irreformables. El artífice del desaguisado, el plan Ibarretxe, que ha tenido la virtud de mostrar descarnadamente lo que durante largo tiempo quedó arrumbado al sótano de lo políticamente incorrecto a falta de mejores pruebas. Al menos dos cosas dejó Franco atadas y bien atadas: la monarquía instaurada por su voluntad soberana y la España una, grande y libre; libre para ser una y para nada más, ni siquiera para no ser.
Hasta ahora se había sostenido que en la Constitución cabe todo, incluso la pretensión de reformarla. Ahora resulta que todo lo que no está en la Constitución es inconstitucional. El fundamentalismo aznarita parece haberse contagiado a mentes en apariencia más templadas. Claro que cuando se hizo la Constitución, se pensaba que en ningún parlamento iba a haber una mayoría que cuestionara el sagrado principio de la unidad de España. Así que en cuanto surge la posibilidad, se pierde la compostura y se empiezan a exigir las cosas más peregrinas: desde las puramente procedimentales, como el recurso al Tribunal Constitucional o la no admisión a trámite, hasta las más expeditivas, como la poda de competencias o la suspensión de la autonomía: demasiados alcaldes de Móstoles campeando por el solar hispano. A nadie se le ocurre algo tan elemental como debatir.
Pero es precisamente en estado de perturbación cuando más placer se obtiene de la contemplación del paisanaje, porque es entonces cuando sale lo más auténtico de cada uno, libre de estereotipos, corsés alambicados o disfraces de ocasión. Y eso que el buen ZP parece el único capaz de mantener la cabeza fría en medio del guirigay. Y hay que reconocerle que lo del talante se va demostrando cierto y efectivo. Manteniéndose tranquilo, ajeno al revuelo, evitando reacciones histéricas y hablando con todo el mundo consigue rebajar el ruido hasta niveles más tolerables. ¿Se imaginan qué hubiera sido esto si le hubiera tocado a Aznar manejar la situación?
Rajoy se yergue pretendidamente fiero a lomos de jacobeo corcel para pisotear donosamente a esa anti-España -mora en otro tiempo, hoy vasca-, jaleado por un «Josemaría y cierra España» que quiere ser Mariano pero a nadie le sale: cosas del carisma. Mayor Oreja se apresta al combate al frente de sus viejos y carcomidos tercios contra esos que, además de la anti-España, son unos sin-Dios, y si no, que se lo pregunten al extrañamente configurado Rouco, en la línea del mejor nacionalcatolicismo (de aquellos palios, estos lodos). Claro que todo el que lleva la contraria a Mayor Oreja, aunque sea un obispo, se convierte en «parte del problema». Por su parte, Acebes y Zaplana -precursores del Deseado, anunciadores de la segunda venida- en su salsa, lanzando exabruptos y ninguneando o simplemente ignorando al Designado-por-el-libérrimo-dedo. Y el pobre Trillo, descendido a los infiernos -qué paradoja- del descrédito, la humillación y la vergüenza; que, dicho sea de paso, bien merecido lo tiene: ¿qué hace un obrero pretendiendo mandar en la Legión?
Con este panorama, hasta el fragor de los balbuceos seniles del saurio galaico se antoja casi dulce, música celestial (claro que haber apoyado con entusiasmo a uno de los dictadores más sanguinarios de la historia no es «funcionar al revés», así que es admisible que alardee orgullosamente de ello). Y, por supuesto, como estrella invitada y factotum de lo que de otro modo quedaría en rabietas pueriles, el lehendakari Sanz, proveedor de cuantos recursos sean menester y el primero en envolverse en atavíos rojigualdos. Teniendo en cuenta que el patriotismo ibérico termina siendo siempre cuestión de gónadas masculinas (vulgo cojones) y dado que en la idiosincrasia foral está hacer lo imposible cuando se pone en duda una generosa dotación de las mismas, mucho tarda el lehendakari, espécimen aventajado de la afortunada intersección de ambos tipos, en encargar una bandera que supere en atributos a la madrileña (con un asta lo bastante larga, además, para ponerla a media ídem en Viernes Santo).
Pero aún quedan dos para completar la troupe, aunque paguen sus cuotas en cajas más rojas, quién sabe si por costumbre, oportunismo o daltonismo: Rodríguez Ibarra, erigido en guardián y protector de la España eterna y muy preocupado por el tracto intestinal de ZP, hasta el punto de recetarle indultos a guisa de lavativas; y Txibite, arrobado ante la tremolina organizada por el lehendakari foral y siempre ansioso de emociones fuertes, negador de la existencia de Euskal Herria con el mismo aplomo con que Sanz baila el Agur Jaunak: vivir para ver.
El nacionalismo español -siempre negado y siempre uniendo destinos a la brava- concibe España como una Castilla extendida en la que todo lo que no se acomoda a la norma -lenguas incluidas- es «anomalía periférica». Pero bien mirado, España no es más que lo que queda de la larga decadencia de un imperio forjado a cristazo limpio. Como para tirar cohetes. Pero quizá no vendría mal imitar la admiración de aquel Fernando tan católico (estaría bien configurado) por los modos alejandrinos en lo que al nudo gordiano se refiere, esto es, deshacerlo de un tajo (que de ahí viene lo de «tanto monta»).