La identidad, personal y colectiva, es importante para todo el mundo. Lo saben los psiquiatras y los politólogos. Cuando algunas naciones reivindicamos respeto para nuestra identidad, los estados que se sienten afectados protestan airadamente. Dicen que nos ocupamos de cuestiones identitarias que no interesan realmente a nadie. Ellos, sin embargo, protegen o imponen su identidad con decisión. La bandera española de la plaza Colón en Madrid, los esfuerzos para convertir la roja en la selección de fútbol de todos, los ataques constantes al uso, todavía muy tímido, de la lengua catalana, las horas extras del Tribunal Constitucional, todo esto y más son pruebas evidentes que esto de la identidad interesa mucho.
Ahora ha tocado el turno en Francia. Y eso resulta particularmente interesante, porque Francia ha actuado durante siglos con contundencia para unificar ciudadanos y colonias. Francia tiene un ministerio de la francofonía y blande los principios de
Hoy la identidad no viene garantizada por un carné que todos llevamos en el bolsillo o por la obligación de compartir modelos de conducta. En nuestras sociedades democráticas y mestizas, la identidad sólo se puede entender como identificación. No hace falta que todos pensemos y vivamos igual. Sí que hace falta, sin embargo, que haya algunos criterios, valores y proyectos en los que nos reconozcamos los unos a los otros, justamente porque nos podemos identificar con muchos, sin tenerlos que compartir necesariamente todos, sin tener que llevar el mismo tipo de vida. La identificación viene cuando se descubre un espacio en el que hay posibilidades de trabajo y de cultura, un espacio en el que se pueden respirar libertad y justicia, en el que se pueden desplegar proyectos personales y de grupo. Son, pues, las políticas sociales y culturales las que fomentan o impiden la identificación colectiva. Las medidas administrativas y policíacas sólo ocultan el problema.