Cuento para inocentes

Érase una vez un leñador que vivía en lo alto de una montaña muy alta. Como era muy pobre, y sólo podía sacar provecho de los árboles que cortaba, de vez en cuando tenía que bajar cargado con haces de leña para venderlos a la gente del llano. Hasta que un mal día, al atravesar las tierras que siempre había considerado su pequeña patria, un oficial a caballo le persuadió de que ya no podía hacer nada sin dejar una buena carga de leña para el señor conde. Esta obligación rebajaba al mínimo la subsistencia del leñador pobre, que tuvo que partir hacia tierras menos ásperas.

Siempre con el haz de leña en la espalda, nuestro hombre fue a parar al feudo de un duque, pero el oficial de este no era menos severo que el del conde: a cambio de poder vender el producto de su trabajo, debía dejar una parte considerable de leña para el usufructo del duque. En compensación, podría llamarse súbdito del duque con todas las ventajas de seguridad y protección que comportaba un privilegio como aquél.

Tozudo como era, el leñador decidió irse muy lejos, donde nadie pudiera disfrutar del beneficio de su trabajo. Ya había hecho mucho camino cuando un alguacil le gritó qué se le había perdido por esos andurriales. El leñador respondió que trataba de vender su leña a todos aquellos que tuvieran necesidad y que pudieran pagárselo. El alguacil le recriminó que no supiera que estaba en territorio real, y que era necesario permiso de Su Majestad para comerciar. El leñador, que ya se olía el chaparrón, preguntó quién le daría permiso en nombre del rey. El alguacil dijo que él mismo se lo daría, si dejaba toda la leña que llevaba encima. El leñador le preguntó qué le quedaría para vender, si dejaba toda la leña en manos del rey. El alguacil le respondió, autoritariamente, que el cuerpo, la inteligencia, el oficio… todo lo que poseyera de personal. El leñador inquirió qué ganaría a cambio. El alguacil le replicó que podría llamarse súbdito del rey, que no era poco honor.

Poco honor le parecería la propuesta del alguacil al leñador, porque huyó como alma en pena. Mientras se alejaba de las tierras del rey, el hombre recapituló: ¿cómo sobreviviría, si no era súbdito de nadie y no disponía, pues, de ningún sitio donde vender su leña? Pensó enredar a los oficiales del conde, del duque y del rey. Al del conde le dijo que era súbdito del duque y, en consecuencia, tenía derecho a comerciar en sus tierras sin pagar tributo. La respuesta del guardia condal fue una sonrisa compasiva. Con el oficial del duque, la cosa fue peor, porque, al venir de tierra extraña, le tomaron por un espía y por poco no le encierran en la prisión ducal. En las tierras del rey, la respuesta fue rotunda y merecida: «Nadie por encima del rey y un solo sujeto del poder real».

Desesperado, el leñador empezó a vivir del bosque, donde todavía no habían llegado los poderes de los señores. Comería fruta, cosecharía miel, pescaría y cazaría, haría todo lo necesario para subsistir de la naturaleza sin comercio de ningún tipo con los hombres del llano. La fantasía no durará mucho: los hombres del conde, los del duque y los del rey, con una misma y alocada inquietud de conseguir tierras y bosques, hicieron cercas, quemaron árboles, abrieron caminos y levantaron castillos. El pobre leñador ya no sabía dónde estaba ni qué hacer: nacido y hecho en tierras libres, arriero y vagabundo, asediado por los oficiales del conde, del duque y del rey, ya no tenía dónde ir a parar ni patria a la que dedicar los tristes pensamientos de esa hora.

El leñador pobre se hizo bandolero, pero, al ser también pobre de espíritu para las armas, fue capturado, encarcelado y juzgado por los tribunales del rey. Magnánimos, los jueces le ofrecieron volver al monte, cortar leña y pagar en sus justas proporciones a cada uno de los señores para disfrutar de los beneficios de las tres jurisdicciones (armónicamente aunadas) establecidas por ley. Con un ataque de arrebato lúcido, el pobre leñador rechazó la oferta del tribunal. “Yo quiero vivir en mi país y no pencar para ninguno de vosotros”, exclamó. Fue condenado a muerte y se ordenó que la sentencia se cumpliera el día de las ‘Mares de Déu Retrobades’ (‘Madres de Dios reencontradas’). El pregonero real proclamó el veredicto en la lengua oficial. El verdugo real hizo su labor con rapidez y pulcritud. Cuando la cabeza del pobre leñador rodaba sobre la tarima, todavía le oyeron gritar: “¡Muera el rey!”. En medio de los asistentes mirones se levantó una voz: “¡En castellano!” El verdugo real cogió la cabeza del condenado, la enganchó al cuerpo descabezado, volviéndole a decapitar con menos escrúpulos que la primera vez. “¡Muera el rey!”, salió de la boca de la cabeza mientras rodaba sobre la tarima por segunda vez. Antes de proceder a la tercera decapitación, los astutos ejecutores hicieron subir a un locutor de la radio muy preocupado por la división existente en el seno del pueblo. Un sonoro “¡Lo que nos une!” tapó la voz del pobre leñador cuando su cabeza rodaba por tercera vez sobre la tarima.

VILAWEB