¿Cuándo nos empezó a preocupar el planeta?

Nació como una inquietud social, se convirtió en una disciplina científica y desde mediados del siglo XX es una ideología cada vez más trascendente. El ecologismo, el movimiento que defiende la naturaleza y el medio ambiente, es hoy una cuestión que los partidos políticos han de contemplar en sus programas. La ciudadanía, especialmente la más joven, lo exige.

Sin embargo, la necesidad de proteger el entorno no despierta un consenso unánime. Una parte del poder mundial niega la emergencia climática y antepone los beneficios económicos a la protección medioambiental y el intervencionismo estatal. Por ello, en un mundo cada vez más polarizado, la cuestión del ecologismo se está convirtiendo en una herramienta necesaria para ganar elecciones: tanto por ir a su favor como por posicionarse en contra.

Esta dicotomía no deja de ser un reflejo de la compleja relación entre el hombre y su entorno a lo largo de la historia. Una relación que ha sido mayoritariamente destructiva. Una relación ambivalente, en la que entran, asimismo, necesidades humanas básicas como alimentarse, calentarse y cobijarse. Sin olvidar un rasgo intrínseco de nuestra especie: la codicia.

En nombre de todo ello, a lo largo de los siglos el hombre ha destruido bosques, quemado praderas y arrasado mares. Ha contaminado todo tipo de aguas y suelos, ha provocado la desaparición de incontables especies de flora y fauna (se considera que estamos en la sexta gran extinción de plantas y animales) y ha conducido al planeta a una crisis climática con consecuencias impredecibles. Sin embargo, esta pulsión destructiva ha tenido su contrapartida: en distintas épocas y lugares el hombre también se ha organizado para defender su entorno.

Los primeros avisos

Irónicamente, el ser humano tuvo que empezar a destruir el planeta para comenzar a preocuparse por su conservación. Como escribe Rex Weyler, uno de los fundadores de la organización ecologista Greenpeace, ya hay evidencias de extinciones de plantas y animales causadas por el impacto humano en el año 50.000 antes de nuestra era, cuando solo unos doscientos mil ‘Homo sapiens’ poblaban el planeta.

“La noción de la delicada relación con nuestro hábitat podría haber empezado entonces, cuando los primeros cazadores-recolectores vieron cómo el fuego y las herramientas de caza que utilizaban afectaban a nuestro entorno”, especula Weyler.

La magnificencia de la naturaleza hizo que esta fuera la primera deidad para muchas sociedades primitivas. Sin embargo, esta reverencia no fue suficiente para frenar una destrucción que aumentó a medida que el hombre evolucionaba y, con la invención de la agricultura, se organizaba en sociedades más complejas.

En su ensayo ‘Una breve historia del ecologismo’, Rex Weyler nos proporciona el primer ejemplo escrito de esta ambivalencia humana con su entorno. Se encuentra en el ‘Poema de Gilgamesh’, que, escrito en 2700 a. C., se considera la obra literaria más antigua conocida. En esta épica se narra la epopeya de Gilgamesh, rey sumerio de Uruk, una de las ciudades más importantes de la antigua Mesopotamia. Gilgamesh desafió a los dioses talando su santuario: una vasta extensión de bosques de cedros en lo que hoy es el sur de Irak.

Un atentado contra la naturaleza en la que se considera la primera civilización del mundo. Porque el poema relata cómo, ante el vandalismo de Gilgamesh, los dioses se vengaron. La pérdida de árboles desembocó en una erosión brutal del suelo. Empezó una larga sequía que acabó con la agricultura de la zona y provocó una migración masiva hacia el norte de Babilonia y Asiria.

El ‘Poema de Gilgamesh’ es un ejemplo de cómo algunas de las historias humanas más antiguas ya contenían lecciones sobre lo sagrado de la naturaleza y narraciones semejantes pueden encontrarse en las mitologías de otras culturas, como la griega y la de los nativos de Norteamérica.

Sin embargo, en el mundo antiguo, el caso de Uruk no fue el único. Algo similar sucedió en América Central, donde una de las razones de la ruina de las ciudades-estado mayas fue una prolongada y devastadora sequía. En el Mediterráneo, la pérdida de bosques y el deterioro de las tierras de cultivo fueron también causas de peso en el declive de la civilización minoica. La ciudad de Mohenjo-Daro, en el actual Pakistán, fundada en el año 2600 a. C. y corazón de la civilización del valle del Indo, tuvo que ser abandonada por la sobreexplotación de la tierra y las crecidas del río. Hoy es un lugar inhabitable.

El deterioro del entorno natural preocupó a algunas de las mentes más privilegiadas de la Antigüedad. Platón al respecto de la destrucción de la naturaleza de las colinas atenienses escribió: “Todas las partes más ricas y suaves de la tierra han desaparecido, solo permanece el mero esqueleto”. Otro ilustre pensador griego, Hipócrates (460-377 a. C.), señaló el impacto del clima y el agua contaminada en la aparición de enfermedades. Su libro ‘Aire, agua y lugares’ está considerado el germen de la ecología: la ciencia que estudia las relaciones entre los seres vivos con el medio y que se desarrollaría como disciplina propia a finales del siglo XIX.

Pero ecología y ecologismo han ido de la mano desde tiempos antiguos. Como en el Imperio romano, donde la polución del aire era un problema en su capital, Roma, donde existían, incluso, palabras para definir la contaminación: ‘gravioris caeli’ (cielo pesado) o ‘infamis aer’ (aire infame). Los romanos fueron pioneros en diseñar programas de salud pública y sistemas de conducción de aguas y de alcantarillado. La imponente Cloaca Máxima empezó a construirse en la capital en 600 a. C.

Arranca la inquietud

Todavía faltaba mucho para que esta preocupación por el impacto humano en el medio ambiente pasara al activismo organizado. El ecologismo moderno no tomaría forma hasta finales del siglo XVIII. ¿La causa? La profunda transformación de la sociedad que supuso el advenimiento de la Revolución Industrial, cuando las nuevas máquinas y las crecientes industrias desorbitaron la contaminación y el impacto en el entorno natural.

Ambos factores despertaron inquietud entre algunas de las mentes más privilegiadas de la época, como la de Benjamin Franklin. Tras una epidemia de fiebre amarilla desatada en Filadelfia a causa de los desechos de las fábricas de curtidos, Franklin reivindicó el “derecho público” a respirar aire puro. Casi de forma paralela, en Inglaterra, el clérigo y pensador Thomas Malthus escribió en 1798 su célebre ‘Ensayo sobre el principio de población’, donde advertía que el auge demográfico del planeta derivaría en su destrucción.

En Estados Unidos influyó de forma decisiva la obra ‘Walden’, del filósofo Henry David Thoreau. Fue escrita en 1854, tras una larga estancia del autor en una cabaña en plena naturaleza en Walden Pond, Massachusetts. Thoreau reivindicaba este contacto con el medio natural como la forma para liberarse de las esclavitudes derivadas de la sociedad industrial. Manifestaba, asimismo, su preocupación por la destrucción del entorno.

‘Walden’ fue uno de los principales textos teóricos y filosóficos que inspiraron el movimiento ecologista. Un movimiento que nació con dos demandas fundamentales: la preservación del patrimonio natural y la responsabilidad de los Estados en cuanto a su conservación. Esta premisa chocaba de lleno con la ideología imperante, el liberalismo, que consideraba que todos los problemas sociales deberían resolverse a través del libre mercado.

En retrospectiva, resulta curioso que la exigencia de que el Estado fuera el responsable de la defensa de su patrimonio natural surgiera en un país que hoy es epítome de la iniciativa privada y el libre mercado. Pero en Estados Unidos, nación con una riqueza natural impresionante, se dieron los primeros pasos hacia una gestión gubernamental de la misma. En 1872, el presidente Ulysses S. Grant creó el primer parque nacional del mundo, el de Yellowstone, de gestión estatal.

Pequeños ‘lobbies’

Como detalla Lorraine Elliott, experta en clima y gobernanza, los movimientos y organizaciones ecologistas nacidos a finales del siglo XIX y hasta la mitad del XX fueron, principalmente, “grupos de presión formados por individuos de clase media, preocupados por la conservación de la naturaleza y la fauna salvaje y por la polución provocada por el desarrollo industrial y la urbanización”.

Entre ellos destacaron figuras como la del también estadounidense Gifford Pinchot. Nacido en Connecticut en 1865, Pinchot fue un político y activista de ideología republicana. Acuñó el término “conservación ética” y mantuvo una estrecha relación con el futuro presidente Theodore Roosevelt, quien, pese a ser un cazador empedernido, compartía su visión conservacionista.

Cuando Roosevelt accedió a su cargo, en 1901, los recursos naturales de su país estaban en profundo declive. Influido por Pinchot, al que nombró director del Servicio Forestal estadounidense, su administración protegió millones de hectáreas de bosques, praderas, costas y montañas que hoy se conservan intactos, como el Parque Nacional del Cañón del Colorado.

Roosevelt se dejó influir también por la filosofía conservacionista de John Muir (1838-1914), fundador del Sierra Club en California. Creado en 1892, el Sierra Club reforzó la protección del Parque Nacional de Yosemite y fue clave para la formulación de dos de las legislaciones más avanzadas del mundo en la preservación del medio ambiente: la Wilderness Act (ley de Áreas Salvajes) y la Clean Air Act (ley de Aire Puro).

También en Europa surgieron lobbies a favor del medio ambiente y los derechos de los animales. En 1889 se funda en el Reino Unido la Real Sociedad para la Protección de las Aves, gestada a partir de una campaña en protesta por el uso de plumas en la vestimenta femenina.

El primer parque nacional europeo se creó en Suiza en 1914, cuando su gobierno accedió a la presión de un grupo de científicos para preservar una extensa área de los Alpes. En España, el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga (hoy Parque Nacional de Los Picos de Europa), instaurado en 1918 por Alfonso XIII, fue el primer espacio natural protegido de nuestro país.

A mediados del siglo XX, con el desarrollo del armamento nuclear, el movimiento toma aún más impulso. Es a partir de la década de los sesenta cuando se estructura en forma de organizaciones no gubernamentales, como el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) y Greenpeace. Entidades con un crecimiento importantísimo: el WWF tiene en la actualidad un millón de socios, mientras que Greenpeace está presente en más de cincuenta países. La veterana Real Sociedad para la Protección de las Aves, por su parte, cuenta con tres millones de miembros.

El salto a la política

Pero aún faltaba el paso del ecologismo hacia el poder formal, que también se inició en aquella década, cuando esta ideología empieza a entrar en la política. En países como Australia y Bélgica se fundan los primeros partidos llamados “verdes” o se eligen los primeros diputados cuya ideología base es la defensa de la naturaleza. En 1979 nace en Alemania el Partido Verde, el más importante de todos, resultado de la fusión de 250 organizaciones defensoras del medio ambiente.

Lorraine Elliott escribe que, pese a la diversidad del movimiento ecologista moderno, “existen cuatro pilares que lo unifican: la protección del medio ambiente, la democracia de base, la justicia social y la no violencia”. La violencia, sin embargo, ha sido practicada por un ecologismo más radical. De ello deriva el polémico término “ecoterrorismo”, neologismo que también se usa para describir los atentados ecológicos por parte de industrias o gobiernos.

En el siglo XXI, el ecologismo ejerce una influencia cada vez mayor en la sociedad y en la toma de decisiones. Sirva como ejemplo el llamado estado de “emergencia climática”, que cada vez adoptan más instituciones y ciudades de todo el mundo, y que es una iniciativa de las principales organizaciones medioambientales. Sin olvidar el interés que esta ideología despierta en las nuevas generaciones, reflejado en activistas precoces como la adolescente sueca Greta Thunberg, cuyo mensaje reivindican millones de jóvenes en todo el mundo.

Todo ello hace que, independientemente de los partidos “verdes” ‘per se’, el ecologismo se haya convertido en una cuestión que los partidos políticos han de llevar en sus programas. Una cuestión que, día a día, aumenta su importancia dentro de los gobiernos. Sin embargo, este interés tiene su contrapartida en el llamado negacionismo, líderes o partidos de ideología ultraconservadora que niegan el cambio climático y la emergencia medioambiental, como ocurrió durante la presidencia de Donald Trump.

Pero incluso en países de tradición más moderada y con menos desigualdades, como Australia, el medio ambiente es un arma política clave. El actual primer ministro, Scott Morrison, del Partido Liberal, es otro negacionista que, en gran parte, ganó las elecciones de 2018 por su defensa cerrada del lobby del carbón. En las Navidades de 2019, Australia fue asolada por una serie de megaincendios con una fuerza y alcance destructivo jamás vistos. Aún queda mucho por hacer en muchos ámbitos, aunque quizá para entonces sea demasiado tarde para el planeta.

Este artículo se publicó en el número 624 de la revista Historia y Vida.

LA VANGUARDIA