Que el ministerio fiscal español, en su informe de 2022, califique el independentismo catalán de “terrorismo nacional”, se invente el nombre de un “Moviment Violent Independentista Català” para etiquetarlo con los desaparecidos Grapo y ETA, y le otorgue hasta 54 acciones supuestamente violentas –incluidas 8 pancartas, 32 cortes de carretera, 5 daños pirotécnicos y 11 quemas de banderas y símbolos–, es un hecho muy relevante a valorar correctamente.
En primer lugar, por si no estaba suficientemente claro, pone en evidencia que un Estado es mucho más que su gobierno. Es decir, que en el combate por la independencia, el adversario principal nunca fue el gobierno de turno en la metrópoli, sino el Estado en su conjunto. Si en los momentos graves gobierno y oposición siempre se ponen de acuerdo –en la aplicación del artículo 155, en defender el “a por ellos” o en justificar la represión política– es porque, en última instancia, están al servicio y bajo el control del Estado. Que al otro lado se tenga un gobierno de derechas o uno de izquierdas, quizá se note en las formas, pero nunca en las decisiones.
Por tanto, y en segundo lugar, creer que se pueden llegar a plantear cuestiones como la amnistía o la autodeterminación a través de negociaciones entre un gobierno autonómico y el gobierno de España es una quimera, por no decir de una candidez cómplice. Se pueden suavizar las condiciones de la represión o conseguir tratos condescendientes. Pero si el gobierno autonómico no tiene fuerza negociadora alguna en estas cuestiones, tampoco la tiene el gobierno del Estado, porque no está en sus manos ni siquiera plantearlo. En este sentido, es más clara la posición de Pedro Sánchez cuando dice que de todo esto ni hablar que insistir en hacer ver que tarde o temprano se podrá hablar de ello.
También es necesario saber que los estados se defienden con todo lo que tienen a su alcance. Hablar del ‘deep state’ o de las cloacas del Estado, sin quererlo, es una manera de blanquear su naturaleza. Quiero decir que no es que haya un Estado profundo que actúe al margen de un Estado en superficie: son lo mismo. Por eso Sánchez no puede ventilar el ‘Catalangate’: debe taparlo. Y no hay ningún Estado, por mucha reputación democrática que tenga, que funcione sin cloacas. Puede tenerlas mejor acondicionado y sin fugas. Por eso no se puede confiar en la solidaridad del resto de estados, porque en cuestión de aguas sucias se las tapan mutuamente. Para entendernos: Sánchez puede visitar al criminal Xi Jinping o la xenófoba Meloni y mostrar una auténtica complicidad con ellos, porque no se basa en proximidad ideológica alguna sino en los intereses de Estado.
Por último, el independentismo más bienintencionado debería entender que lo que tiene por debilidades del Estado español, como la vulneración de la separación de poderes, los abusos policiales y represivos o cualquier otra expresión de fragilidad democrática, en realidad son instrumentos que aseguran su fuerza. Incluso desde el punto de vista de la opinión pública española –en España o en Cataluña–, lo vemos cada día en sus medios de comunicación: lo que para un independentista catalán es una grieta en el sistema español, para un independentista español –dicho de otro modo, un unionista–, es un motivo de orgullo, y cree que todavía es poco.
Hace un tiempo, el presidente Jordi Pujol, uno de los pocos buenos conocedores de España, decía que los catalanes siempre nos habíamos equivocado menospreciando su importancia. Que era un Estado muy fuerte, interna e internacionalmente. Naturalmente –eso ya lo digo yo–, se trata de una fuerza y una importancia que nada tienen que ver con su integridad democrática, sino todo lo contrario. Por eso, diga lo que diga cualquier Sánchez, por encima siempre habrá un ministerio fiscal. Y pensar que las debilidades democráticas de un Estado son una ventaja a la hora de enfrentarse a ellas es vivir en la Luna.
ARA