En la noche del 4 al 5 de agosto de 1952, los cuerpos de tres ciudadanos británicos, el matrimonio Drummond y su hija Elizabeth, aparecieron sin vida en las cercanías de un caserío que pertenecía a la familia Dominici, en la comuna francesa de Lurs, a cien kilómetros de Marsella. El «Affaire Dominici», como se dio a conocer el caso, dio lugar a numerosos ensayos, varios libros y documentales, entre ellos uno de Orson Welles, y un reciente folletín emitido por la Televisión francesa, más de cincuenta años después de ocurridos los hechos.
Por aquellas muertes fue juzgado y condenado a muerte el anciano de la casa junto a la que aparecieron los cuerpos, Gaston Dominici, indultado en 1960 por De Gaulle. El proceso y los sucesivos recursos provocaron una conmoción nacional, lo que llevó a que las opiniones sobre los sucesos fueran de lo más diversas. Aún hoy, no menos de diez hipótesis son seguidas por los expertos, entre ellas la de un ajuste de cuentas entre maquis de la época de la Segunda Guerra mundial. Drummond habría sido un agente secreto que trabajaba para Churchill.
El escritor y semiólogo francés Roland Barthes, quien por cierto pasó su infancia en Baiona, dejó las impresiones de este caso en uno de sus libros, Mythologies (1957), que tardó otros cincuenta años en traducirse al castellano. Barthes, como recordaba Cristian Salmon, evocaba en sus impresiones sobre el Caso Dominici una alianza inquietante, corruptora, entre justicia y literatura. «Justicia y literatura se han aliado, han intercambiado sus viejas técnicas, desvelando así su identidad profunda, comprometiéndose desvergonzadamente la una con la otra».
La brillante reflexión de Barthes, traspasa los Pirineos y se asienta con acierto en la tradición judicial española. La justicia ya fue corrompida por la literatura en tiempos medievales cuando los jueces hacían lecturas imaginarias de la actividad de brujas, herboleros, disidencias étnicas o, simplemente, desviaciones políticas. La intromisión de la literatura en la justicia es tan notoria que en todas las generaciones de escritores, desde Cervantes hasta Kafka, los tratados han sido numerosos. Nadie duda de aquellas prácticas que hoy ponen en duda conceptos históricos, tales como la aplicación universal de la justicia o el origen de los magistrados, más policías que jueces.
Pero no voy a referirme a esas retazos de la historia que, sin duda, provocarían una unanimidad en la interpretación. El pasado no importa a casi nadie. Vivo en el presente y me gusta interpretarlo. Y por eso, la reflexión de Barthes me parece del todo vigente. En los últimos cincuenta años hemos vivido una época de represión extendida durante el franquismo, otra de represión delimitada durante la transición y otra, en nuestros días en ese limbo del que se habla entre los viejo y lo nuevo, centrada en un único objetivo disidente. La justicia, a pesar de la modernización, a pesar de la democratización de las instituciones, a pesar del borrón y cuenta nueva, apenas se ha modificado.
Sé que unos pocos árboles no hacen el bosque, pero no dejarán de sorprenderme los detalles. Un gobernador militar del Viejo Reino nos concedió permiso para trabajar en terrenos del Ejército, junto a Pamplona, y desenterrar a los muertos sin nombre, hundidos para siempre con su nombre borrado en una botella, y un tribunal, la Audiencia Nacional, nos prohibió dos años después hacerlo. La lectura más fácil sería la de señalar que los jueces están más a la derecha que los militares, poder fáctico donde los haya, y aunque no lo fuera, anima a describir una sensación que me abruma: los jueces instalan los ritmos de la vida política española.
Para ello, para convertirse en actores políticos, han transformado la justicia en literatura, es decir han dejado de impartir justicia, valga a redundancia como se suele decir, para contarnos historias, novelas con guión político, películas de indios y vaqueros. Relatos maniqueos, de verdades tan absolutas que su sola presentación, si no fuera porque impartir justicia significa llenar o vaciar las cárceles, serviría para colmar libros y programas radiofónicos de antologías del disparate. Los jueces, como nos demostró Baltasar Garzón en una de sus penúltimas andanadas al copiar al pie de la letra de aquí y de allá lo que otros habían trabajado durante años con el tema de los desaparecidos, se asemejan a vampiros que beben la sangre de los creadores. Y tengan en cuenta que creador, como todo, puede tener una connotación peyorativa.
Ya se sabe que la diferencia entre novelistas y matemáticos, que deberían ser los que interpretan la ley, está en los adjetivos. Los matemáticos no los conocen. Los novelistas juegan con ellos y así entretienen al texto. Perdonen por la longitud del siguiente ejemplo, pero creo que es indispensable para avalar mi tesis. Se trata de la sentencia dictada en Donostia contra Ignacio Villar Múgica, el 13 de diciembre de 1937: «Resultando que las elecciones a diputados a Cortes, verificadas en toda la nación el 16 de febrero de 1936, dieron vida de hecho a un Gobierno no representante de la voluntad ciudadana sino defensor único como beligerante declarado del ideario rojo-separatista cuyos siniestros intereses sirvió, siendo vocero y ejecutor cuando no inspirador de todo el virus antinacional y disolvente que destilaba aquella amalgama monstruosa formada en la más inicua y cerril de las alianzas por los llamados partidos políticos de izquierda y separatistas vasco-catalanes».
Con el Proceso de Burgos, celebrado 33 años más tarde, en 1970, el juez daba probado que un puñado de estudiantes vascos «tenían contactos de todo género con entidades revolucionarias del extranjero, con los partidos comunistas, así como con las embajadas de Moscú, Pekín y otras, caracterizadas por su animosidad a España, de las cuales han recibido ayuda y apoyo en su empresa separatista». Jamás se tuvo noticia de asilo político de vascos en la URSS o China y las diferencias en cuestiones soberanistas entre unos y otros eran notorias. Pero qué más daba. Los jueces ya habían fabricado la historia que avalaría, entre otras, las penas de muerte.
La sentencia del 18/98 es el tercero de los ejemplos en la tercera de las épocas citadas. La interpretación se debería estudiar en talleres literarios, después de encontrar perlas como las siguientes: «ETA desprecia a la asunción de las medidas que la sociedad democrática pone a disposición de los ciudadanos para el cabal ejercicio de toda actividad política, optando por desarrollar acciones o adoptar actitudes que generan terror, inseguridad, desconcierto o desesperanza en la sociedad». Literatura en su estado más puro. La sociedad sujeto, ¿desde cuando? adjetivos, oraciones subordinadas, deducciones sin justificar. Más de mil páginas que superan al Don Apacible de Mijail Sholojov, por utilizar un autor que inmediatamente identificarán los jueces con la subversión. Hasta llegar al paroxismo en la página 290 cuando se identifica con precisión el documento firmado con un nombre añadido a un «Ri Gatuna», una especie de gato egipcio que no es sino la carta (gutuna) al susodicho (ri). Un esperpento del tamaño de Gulliver en el país de Lilliput, la sátira de Jonathan Swift.
Tres ejemplos que podían ser trescientos, tres mil, treinta mil. Las novelas de temática vasca no son las cuatro o cinco que cada año se presentan en las liberarías europeas, sino los cientos de miles de folios que se han acumulado en los últimos cincuenta o setenta años, en los archivos de los tribunales de excepción o no. Los jueces españoles han creado un subgénero, folletinesco y sin calidad alguna, destinado al consumo más zafio, con decenas de miles de sentencias. El Macondo de García Márquez o el Obaba de Bernardo Atxaga son pequeñas parcelas en comparación con los escenarios creados por los novelistas de la toga.
Navarro Villoslada, Robert Laxalt, Johannes Urzidil, Maita Floyd o Francis Jammes recrearon espacios imaginarios vascos, románticos, con los tiempos que vivieron. En cambio, los jueces se aproximan a ese País Vasco que vio aquel inquisidor llamado Pierre Lancre y que en unos meses hará 400 años de su vista. El sanguinario Lancre, que llevó a la hoguera a decenas de mujeres, sólo vio entre los nuestros brujas, manzanas y pecado. Los modernos, desde Eymar hasta el hollywoodiense Garzón, sólo ven rojos, separatistas y, por supuesto, etarras. Ya lo dijo el escritor: «Que no son molinos, Sancho, que son gigantes».