En nuestras latitudes político-culturales, mostrar el más mínimo grado de comprensión o de indulgencia para la política exterior de Estados Unidos ha sido siempre una actitud difícil y temeraria. En opinión publicada dominante, Washington lo ha hecho todo mal al menos desde 1945, la CIA se ha equivocado siempre en sus cálculos y todos los tiros le han salido por la culata. Vamos, que en unas condiciones tan desastrosas no se comprende cómo los americanos han podido mantener la hegemonía mundial desde hace 75 años…
Esta tendencia inveterada ha alcanzado su paroxismo desde que Donald John Trump se instaló en la Casa Blanca hace tres años. Y sí, ciertamente, Trump es un personaje impresentable, un tonto que cree poder gobernar a golpe de tuit, alguien que confunde las relaciones internacionales con el guión del peor western de serie B. Entre los 45 presidentes que Estados Unidos ha tenido hasta hoy, sería difícil encontrar uno más caricaturesco.
Ahora bien, ¿esto convierte al general iraní Qasem Soleiman en un filántropo, en un benefactor de la humanidad, en una víctima inocente del perverso imperialismo americano, sacrificada sólo para crear una cortina de humo que enmascare el proceso de ‘impeachment’ contra Trump?
Comprendo, claro, que el régimen de los ayatolás y sus peones regionales describan la eliminación de Soleiman como un «asesinato criminal», un «crimen abyecto», etcétera. Me cuesta más entender que analistas pretendidamente independientes hablen de ejecución extrajudicial o de martirio, sin poner comillas, y que descalifiquen la acción estadounidense con el argumento de que Estados Unidos no está en guerra contra Irán. No, Washington no la ha declarado, pero es indudable que la teocracia iraní sí se considera en guerra contra el Gran Satán americano al menos desde la crisis de los rehenes de 1979. ¿Cuántas veces hemos visto a las multitudes convocadas por los clérigos de Teherán gritar «¡Muerte a América!», y quemar o pisar banderas de las ‘stars and stripes’, y proferir las peores amenazas contra Estados Unidos?
Desde el fin de la terrible guerra irano-iraquí (1988), el poder islámico establecido en la antigua Persia se ha convertido en el máximo especialista mundial de la guerra informal. Teherán ha convertido todas las comunidades chiíes existentes desde el Líbano hasta Afganistán, Pakistán o Yemen en instrumentos políticos y militares de su hegemonismo regional. Organizadas en milicias que el poder iraní ha financiado, armado y entrenado, estas comunidades a la vez religiosas, político-partidistas y combatientes (el Hezbolá libanés es un ejemplo insigne, junto a los Houthi yemeníes, los grupos armados chiíes iraquíes, etcétera) han maniobrado dentro del marco político de cada país en defensa de los intereses estratégicos iraníes; y, cuando ha sido necesario, han tomado las armas para proteger esos mismos intereses.
Miles de libaneses de Hezbolá han luchado durante años en Siria para evitar la derrota de la dictadura de Asad, chií-alauí y amiga de Teherán. Miles de «voluntarios» iraníes han hecho lo mismo en apoyo del gobierno de Damasco y también se han mezclado con los chiítas iraquíes en las sucesivas guerras del país mesopotámico, ya fuera contra Estados Unidos o contra Daeix. En Yemen, los Houthi chiítas encuadrados por iraníes combaten contra los aliados de Estados Unidos en la Península Arábiga (Arabia Saudita, Emiratos, Bahrein…).
Y bien, el cerebro, el artífice de esta política de guerras informales ha sido el general Qasem Soleiman al frente de la Fuerza Quds (o Brigadas Al Quds), el brazo exterior de la Guardia Revolucionaria, que es el ejército ideológico de la dictadura clerical. Para él, desde la orilla oriental del Mediterráneo hasta los contrafuertes del Hindu Kush y las aguas del Bab el-Mandeb, no había fronteras ni soberanías estatales a respetar; sólo había enemigos a combatir: los poderes suníes adversarios de Irán y, sobre todo, los Estados Unidos y sus regímenes clientes en la zona. Evidentemente, sin escrúpulos humanitarios ni consideración por ninguna norma del derecho internacional. ¿Y ahora deberíamos escandalizarnos de que haya sido víctima de una «ejecución extrajudicial»?
Algunos perfiles necrológicos del general Soleiman han subrayado su condición de «héroe en la lucha contra el Daeix». Sí que combatió con eficacia Estado Islámico tanto en Irak como en Siria. Pero no porque le repugnara el fanatismo y la brutal teocracia impuesta -contra las mujeres, en particular- en los territorios controlados por Al Baghdadi y sus secuaces de la bandera negra, sino porque la consolidación de aquel «califato» suní y salvajemente antichií, y su posible instrumentalización por parte de determinados gobiernos suníes de la zona, constituían una amenaza gravísima para el designio de hegemonía iraní sobre la región. Teocracia por teocracia, represión por represión, penas de muerte por penas de muerte, mejor las nuestras, creía Soleiman.
No, en este choque Irán-EEUU no ha habido víctimas inocentes. Vaya, sí: al menos los 50 muertos durante la estampida de Kernan, y los 176 del avión de Ukrania Airlines abatido por la incompetencia militar iraní. Ningún otro.
ARA