Herbert Karajan, Nuereyev, Ella Fitzgerald, Miriam Makeba, pero también la gran cantante egipcia Un Kalsum, la “Estrella de Oriente”, que segùn las gacetillas de la época cobro tanto por su recital como “todo el dinero de la exportación de naranjas libanesas a Egipto”, Feiruz, inmortal voz del Levante, actuaron en el Festival internacional de Balbeck desde 1956. Maurice Bejart con su espléndido ballet, Jean Cocteau con su obra “La machine infernal” que una vez dijo “que no hay en el mundo mejor sitio que Balbeck para montar grandes espectáculos”, Luis Aragon con “Le fou de Elsa”, fueron otros de los prestigiosos participantes en el festival de la famosa ciudad del Sol. El festival, cuya presidencia ostentó durante años la gran dama beirutí May Arida, se suspendió en 1975 a cusa de la guerra, reanudándose tan solo en 1997 con el violoncelista Mstislav Rostropovich, que ya había emocionado al auditorio en 1964. El retorno del gran músico ruso a este escenario de templos romanos sirvió para su nueva consagración como santuario de la creación artística. En Beirut, a pesar de tantos años de guerras, hay un público que admira obras musicales y artísticas nacidas fuera del ámbito cultural oriental. Ni en Egipto, Siria, Jordania, ni en los opulentos emiratos del Golfo hubo nunca un festival como el de Balbeck. Es evidente que la composición plural de esta sociedad hace posible esta apertura de culturas. El festival es una historia artística libanesa entre Oriente y Occidente en la monumental ciudad de la estratégica planicie de la Bekaa, lindante con Siria, vulnerable a las intrigas de los señores de la guerra. Fue en el verano de 1972 cuando asistí por vez primera a sus representaciones con la actuación del ballet estadounidense de Alvin Ailey. Eran años alegres y confiados de Beirut. En el jardín del modesto y encantador Hotel Palmira, frente a las ruinas, uno de los hoteles con más historia de aquel Oriente añorado, acostumbraban los espectadores y a veces los artistas del festival, a tomar un refresco antes del viaje del regreso a Beirut. Estos espectáculos eran también pretexto para que la sociedad, el mundo capitalino, luciese sus trajes elegantes. Entre los modelos de alta costura sobresalían los kaftan, preciosas túnicas orientales a veces bordadas en oro y plata, que vestían las mujeres, y las capas o abayas, las más costosas hechas de piel de camello con que los hombres recubrían sus trajes occidentales. Pero el festival no era bien acogido por todos los habitantes de esta ciudad de mayoría chií, y que más tarde, durante la guerra, se convirtió en plaza fuerte del poder islámico del Irán, y fue cuna del Hezbollah, la potente organización beligerante, primera fuerza político-militar del Líbano. En cierta ocasión sus ediles amenazaron con prohibir representaciones de una obra musical inspirada en el “Cantar de los cantares” en la que se ensalzaba a “los valerosos hombres de Israel” si no se suprimía dicho pasaje. Los organizadores del festival han contemporizado con la sensibilidad de la población con una primera función dedicada a las “Noches libanesas” dedicada al arte y folklore árabe. Hay vecinos de Balbeck que consideran que estas representaciones solo les dejan “basuras y ruidos”. Desde 1975 el festival tuvo que ser interrumpido debido a la larga contienda civil y a la difícil postguerra. Tuve la suerte de asistir en el verano de 1998 a la reanudación de sus esperadas representaciones, con las canciones de Feiruz, el ballet de Caracalla en un espectáculo titulado “Andalucía, la gloria perdida”, del gran poeta Said Akl, y el concierto de Rostropovich. La voz de Fairuz realzó como antes de la guerra, las inolvidables noches libanesas en la ciudad del Sol. Pero su crepúsculo es indudable no solo por la imposibilidad de contratar a grandes figuras artísticas internacionales, sino porque hay también un declive de los gustos de su público. En el último día del festival en pleno concierto de un gran músico iraki, Bechar Omar, príncipe del laud, se incrustó un lamentable espectáculo de flamenco español. Esta nostalgia, fascinación por el pasado, no concierne únicamente a la generación de la guerra y a sus padres, sino también a los jóvenes que jamás conocieron aquel Beirut alegre y confiado de las décadas de los sesenta y setenta, de un mundo en blanco y negro que pude todavía saborear. El brillo de Balbeck ha quedado empalidecido por este tiempo desolador que padecen estos pueblos levantinos y árabes. Ha escrito Amin Maluf en su libro “Le naufrage des civilisations” que no hubiese querido emplear “ni el yo ni el nosotros”, pero como no lo hubiera podido hacer “cuando mi nación árabe, ha sido la que al precipitarse en su desgracia suicida, ha arrastrado a todo el planeta a un engranaje destructor”. No sé si tengo de decir que las tinieblas –concluye– se han extendido por el mundo cuando las luces del Levante se han apagado¨.
LA VANGUARDIA