Ha habido que esperar un lustro, cinco años enteros aguantando estoicamente la campaña tanto del periodismo madrileño de extrema derecha como del PP de Cataluña y de Ciudadanos contra el “derroche escandaloso” de las “embajadas” catalanas en el extranjero. Pero, por fin, un grupo político (Esquerra Republicana) y algún medio de comunicación se han decidido a examinar los Presupuestos Generales del Estado de 2011 para averiguar y difundir cómo y en qué se gasta el Reino de España los 504 millones destinados a su acción exterior.
Los resultados de la indagación son interesantísimos. Hoy, pese a la terrible crisis que nos azota, España mantiene abiertas 223 delegaciones en el extranjero (118 embajadas, 95 consulados y 10 representaciones ante organismos internacionales), con una plantilla total de 5.104 personas. Y no crean que esta enorme estructura tenga los gastos reducidos al mínimo, no: en el pasado ejercicio se presupuestaron 13,8 millones para “inversiones nuevas en inmuebles” y 4,2 para la “adecuación” de sedes diplomáticas; entre ellas, 5,2 millones a gastar en la residencia del embajador en Rabat; 2,4 millones para la Embajada en Australia; 400.000 euros para reformar el patio del Palazzo di Spagna en Roma, donde ejercía hasta hace unos meses el gran Paco Vázquez, y 50.000 para dotar de piscina la Embajada en Riad. Solo el mantenimiento de instalaciones y jardines de las embajadas en París y en Malabo (Guinea Ecuatorial) ha costado 460.000 y 380.000 euros, respectivamente, y la compra o renovación de vehículos diplomáticos, 910.000. Pero también hubo 330.400 euros en “manteles, servicios de mesa y cubertería”, 141.600 en “ropa de cama y toallas” y 115.640 (casi 20 millones de las antiguas pesetas) en “banderas, astas, peanas y escudos”.
Ya que hablamos de banderas, aquella misma prensa ultraespañolista de la Villa y Corte ha alcanzado esta última semana placeres orgásmicos imputando la quiebra de Spanair a su supuesta y sacrílega pretensión de ser la “aerolínea de bandera” catalana. “El soberanismo arruina una compañía maldita”, “Spanair, el fracaso de un proyecto nacionalista”, “Spanair, la ruina identitaria”, “Plomo nacionalista en las alas”, han sido algunos de los titulares alusivos al asunto.
Como en el caso de las embajadas, puede que tardemos aún cierto tiempo en saber con precisión cuánto dinero han destinado los poderes públicos con sede en Madrid a sufragar su compañía de bandera, Iberia, tanto antes como después de la privatización. ¿Cuánto nos costó a todos, por ejemplo, rescatarla de las desastrosas aventuras hispanoamericanas y salvarla de la bancarrota de 1994? De cualquier modo, destinar ayudas públicas al sostenimiento de una línea aérea considerada estratégica para el propio país no es ningún delirio característico de un nacionalismo catalán intrínsecamente manirroto y megalómano como sostienen los cavernícolas del kilómetro cero. Lo han hecho, para no salir del ámbito europeo, el Gobierno húngaro con Malev, y el maltés con Air Malta, y los Ejecutivos sueco, danés y noruego con SAS, sin otras objeciones que las de las compañías competidoras.
En definitiva, ¿por qué los 324.000 euros que cuesta solo el contrato de limpieza de la Embajada española en Berlín constituyen un dispendio razonable, pero los 2,5 millones que suponen todas las oficinas exteriores de la Generalitat juntas son un despilfarro culposo? ¿Por qué las ayudas históricas y recientes de las Administraciones a Iberia eran justas y necesarias, y en cambio el apoyo financiero de la Generalitat a Spanair ha sido una “obsesión”, un “capricho”, una “aventura”, un “sueño identitario”? Muy sencillo: porque España, incluso endeudada, es un Estado que, como tal, puede y debe tener embajadas, y aerolínea de bandera, y un aeropuerto transcontinental. Cataluña, como simple comunidad autónoma, no. Es un mero problema de estatus.
Así las cosas, no cabe sorprenderse ni escandalizarse ante el incremento de las posiciones secesionistas. Según el último sondeo conocido —lo publicó El Periódico el pasado viernes—, son ya el 53,6% de los encuestados los que votarían sí en un referéndum sobre la independencia de Cataluña.
El País