La indignación moral puede tener sus ventajas. Si, como ha anunciado, la junta del Orfeó Català concreta con la energía necesaria los sentimientos de los socios y, más generalmente, los de nuestra ciudadanía, el desastre desatado por el presunto robo millonario del Palau puede tener un efecto suficientemente beneficioso para el país y su música. Es una gran oportunidad.
Al margen de las aparentes discrepancias procesales entre la fiscalía y el juez –que van demorando el caso de un modo lamentable–, el Orfeó, desde que los Mossos registraron la casa –hace ya dos meses–, tiene bastantes elementos de juicio para realizar la necesaria limpieza. Es necesario, además, que empiece a plantearse una nueva visión de su misión y su labor. Esta, naturalmente, debe incluir una concepción más nacional de sus actividades artísticas y culturales. (Además de una gerencia estricta y transparente de toda la contabilidad.) El cosmopolitismo es una virtud fundamental. Contra cierta opinión foránea, es una virtud que los catalanes hemos cultivado conscientemente desde los tiempos de la Renaixença. El cosmopolitismo artístico no se contradice, más bien todo lo contrario, con la promoción privilegiada de lo que nos es propio. No son actividades incompatibles. Así lo han entendido los demás palacios de la música de todo el mundo. Solo es necesario encontrar la armonía. Una facultad muy propia de los amantes de la música.
Sería necesario que la crisis, el descalabro, no hiciera perder la visión de lo que debe ser, mañana, el Palau de la Música Catalana. Conviene que los efectos perversos del desastre no eclipsen los beneficiosos, es decir, que nos permitan tomar esta oportunidad como un motivo de reflexión que lleve a una verdadera refundación. Por eso me permito unas consideraciones, muy generales, surgidas de la perplejidad ante una fechoría mucho mayor de lo que algunos puedan creer. No estamos solo ante un delito vulgar.
En cualquier ciudad debe haber una plaza pública y, en lo alto de una colina, un templo. La metáfora es de sobras conocida. En la plaza, en el ágora, la gente hace de todo. En las ciudades griegas, que inventaron la democracia, en el ágora se celebraba el mercado. Una vez despejada, los ciudadanos entraban para hacer política, votar las decisiones y aprobar o condenar las tomadas por sus representantes. Había tráfico de influencias, algunos insultos, alianzas naturales y contra natura. Algunos ciudadanos llegados de los alrededores, con el pretexto de participar, o de haber vendido o comprado para comer, se perdían por las callejuelas cercanas, donde florecía la prostitución y corría libremente el vino. Nadie esperaba demasiada pureza del ágora y de lo que la rodeaba. Sócrates, nuestro venerado Sócrates, hastiado por tanta debilidad humana, se alió siempre con los más reaccionarios y despreció la democracia. En su injusta condena a muerte, sin embargo, había algo de indignado resentimiento por su constante e inclemente hostilidad contra el gobierno libre de los ciudadanos.
Incluso un sabio tan valiente y excepcional como él puede estar equivocado en algo: amigo del mundo de la razón y del pensamiento secular, no quiso entender que los humanos, las tribus, también tienen sus lugares sagrados, sus templos, para expresar las pasiones, los temores, para rendir culto a los dioses y, en último término, a la propia ciudad. Son los lugares de la virtud compartida, los altares de la esencia. Son los lugares esenciales, incluso para los que niegan ser esencialistas. Son el polo opuesto a la plaza pública, donde todo está permitido. Sobre todo en democracia, si se respetan las reglas del juego. Es por esto por lo que se habla de juego, en la plaza. De juego político. En el templo, sin embargo, no hay juegos. Solo rituales, plegarias y guardianes de la llama y los dioses.
Los templos de Catalunya son a menudo más sagrados que los de otras naciones que, respaldadas por un aparato estatal, proclaman su jurisdicción con la pompa y la circunstancia que corresponde. Los nuestros no vienen rodeados de la parafernalia del oficialismo. Pero son más fuertes: por la compensatoria fuerza popular. Su vínculo con el pueblo es directo, sin mediadores, lleno de pureza. Algunos no solo tienen sus raíces en nuestro país, sino que, en realidad, son nuestro país. Otros, como el Orfeó y la casa de su propiedad, el Palau de la Música Catalana, pertenecen a esta noble categoría por voluntad, por decisión popular. Es impensable, inconcebible, que alguien viole su sacralidad con alguna transacción que, incluso llevada a cabo en la plaza pública, fuera delictiva.
Hay crímenes que no se perdonan porque son contra el templo, y, por tanto, son sacrilegios. La violación de la confianza se arregla más o menos en la plaza pública, pero no en el templo. En la plaza, los griegos tenían como castigo el ostracismo, una práctica ciertamente peligrosa porque a menudo la voluntad popular expulsaba a los mejores y disculpaba a los mediocres. A los guardianes corruptos de los templos les esperaba un destino peor, el que esperaba a los traidores. Porque quien ha traicionado la confianza –la fe– no merece otra cosa.
Precisamente porque este país es lo que es, y sobre todo por lo que no es, nuestros templos son inviolables. No la cárcel, sino el ostracismo, es la única respuesta posible. Una vez compensadas las víctimas directas, por favor. Sobre todo las que dieron el equivalente a 10 o 15 euros para que el país oyera la celestial música de un órgano. O los cantores que, día tras día, sin dinero negro ni blanco, sino con la decisión de estar ahí, acudían al calor del templo. Y menos mal: seguirán estando ahí.
*Salvador Giner. Presidente del Institut d’Estudis Catalans.