A raíz de la reciente coronación de Carlos III del Reino Unido, el digamos progresismo retrospectivo y ahistórico ha vivido momentos de gran visibilidad y autocomplacencia: que si el pasado esclavista de la monarquía británica, que si la explotación de los indígenas, que si el expolio de la India colonial… Un periodista de la televisión pública catalana llegó a utilizar sus redes sociales para sugerir a las audiencias, el día 6 de mayo, “mostrar indiferencia” ante la transmisión de las ceremonias de la abadía de Westminster y de las calles de Londres, no sea que, si lo veían, se dejaran contaminar por el horrible pasado genealógico del protagonista.
Vayamos por pasos. Ciertamente, la clase dirigente británica (realeza, aristocracia, comerciantes…) se benefició durante siglos del esclavismo en ultramar. Cabe decir que Londres abolió el comercio de esclavos –y la Royal Navy empezó a perseguirlo a través del Atlántico– en 1807, y suprimió completamente la esclavitud en 1833. El Reino de España no lo hizo hasta 1886. Por otra parte, todas las monarquías, todas las sociedades europeas de la Edad Moderna, rentabilizaron ese “negocio” infame. El esplendor de Versalles sería inconcebible sin la riqueza que generaban las ‘îles à sucre’ -‘islas de azúcar’- (Haití, Guadalupe, etcétera) trabajadas por esclavos. Lo mismo podríamos decir de Portugal, o de los Países Bajos, o de Rusia, con el único matiz de que allí los esclavos eran campesinos blancos y se les llamaba siervos hasta 1861. Por no hablar de la economía de plantación al sur de los Estados Unidos hasta la Guerra de Secesión.
Pero es que, si vamos mucho más atrás en el tiempo, ¿quién levantó las pirámides y templos del antiguo Egipto? ¿Y los grandes monumentos de la Roma clásica? ¿Y la Gran Muralla china? ¿Obreros asalariados que trabajaban un máximo de cuarenta horas semanales, eficazmente defendidos por poderosos sindicatos de clase? Tenemos –la humanidad, quiero decir, porque también entre los africanos, y entre los arabomusulmanes, había esclavismo– el pasado que tenemos, y quererlo reescribir, ‘resignificar’, a la luz de los valores del siglo XXI, resulta un juego absurdo y contrahistórico.
Lo mismo podemos decir de la explotación de los indígenas como trabajadores forzosos, aunque no fuesen técnicamente esclavos. Durante tres siglos, la monarquía hispánica financió el funcionamiento del Estado, y los palacios y reales lugares, y la política exterior de una gran, y después de una media, potencia europea, no gracias a la recaudación fiscal interna de una España poco poblada, pobre y atrasada, sino gracias a los metales preciosos que llegaban de los virreinatos americanos (el oro azteca e inca, la plata mexicana o del Cerro Rico de Potosí), así como las riquezas agrícolas exportables a Europa. Y bueno, ¿quién extraía esos metales o cultivaba esas tierras? Pues, en las minas de la región andina, indígenas obligados a hacerlo en condiciones durísimas, por medio de la institución de la ‘mita’; y en los grandes latifundios, otros indígenas explotados y semiesclavizados por los ‘encomenderos’.
Y sí, los imperios expoliaron sus posesiones, y el británico –el más extenso de la historia–, naturalmente, más que otros. Pero basta con haber visitado Venecia cuando aún era posible para saber que, sobre el pórtico de la basílica de San Marcos, lucen cuatro caballos de bronce de factura clásica que provienen del saqueo de Constantinopla por los cruzados, en 1204. Y también, los mármoles del Partenón conservados en el British Museum o el altar de Pérgamo exhibido en el Pergamonmuseum de Berlín, fueron saqueados, o expoliados, o bien obtenidos con malas artes por arqueólogos y diplomáticos europeos. Vete a saber si, de haber permanecido ‘in situ’, habrían tenido el mismo fin que las antigüedades conservadas en el Museo de Mosul cuando el Estado Islámico se apoderó de la ciudad en 2014.
Si todo aquello (monumentos, obras de arte, joyas, ceremonias, instituciones, museos…) que se puede asociar de una u otra forma con el colonialismo, el esclavismo o la explotación de mano de obra indígena, debe ser rechazado, boicoteado o ignorado por los buenos ‘progres’ del primer cuarto del siglo XXI, mejor que los miembros de este distinguido colectivo se recluyan en casa, corten toda conexión con el exterior y se escondan bajo la cama. Porque cuesta imaginar qué podrían hacer, dónde podrían viajar, de qué arte no estrictamente contemporáneo podrían disfrutar, que no pueda ser relacionado con las injusticias y los agravios del pasado. ¡Pero si incluso el ‘welfare state’ (estado del bienestar) británico puesto en marcha por el gobierno laborista de Attlee a partir de 1945 se benefició inicialmente de las rentas de un imperio ya en declive!
Dicho esto, se ha afirmado que la ceremonia de la coronación de Carlos III fue anacrónica. ¡Absolutamente! Éste era su principal atractivo: poder ver desde el sofá, con todo detalle y en alta definición, un rito medieval concebido para ser visto por unos pocos miles de privilegiados. ¿No contemplaríamos con la misma atención, si fuera posible, el ritual de consagración de un rey de Francia en la catedral de Reims, o la coronación de un rey de Hungría en Budapest (la última fue en 1916), o cualquier ceremonia de la corte del Egipto faraónico? El historiador que suscribe, ya se lo confieso, no se perdería ni un segundo.
ARA