Nada más lejos de la realidad. Para aclararlo –y entenderlo– nos hace falta remontarnos al siglo IX. La centuria del 800. ¡Hace 1200 años! En aquella época Europa estaba dividida en dos mundos. El choque de civilizaciones. Los Pirineos hacían de barrera. En el sur, el mundo islámico: Al-Andalus –primero una región del califato de Bagdad y después un Estado propio con capital en Córdoba-. En cualquiera de los dos casos con la misma fuerza militar, económica y cultural. En el norte, el mundo cristiano: el imperio franco, embrión de la Francia moderna, y un mosaico de Estados satélites que orbitaban en torno al poder político, militar y cultural de la corte de Aquisgrán –el París de la época. Y en los Pirineos, una multitud de provincias del imperio franco que hacían la función de vigilancia y contención.
Aragón y Barcelona eran unas de estas provincias francas. Recibían el nombre de condados. Como lo eran Sobrarbe, Ribagorça, Urgell, Cerdanya o Roselló, por poner algunos ejemplos. Dependían del poder central franco. La única diferencia –que no era poca cosa porque explica la evolución futura de unos y otros- radicaba en el hecho de que en Jaca tenían una especial tirada hacia los vecinos navarros. Los vascos se habían rebelado en repetidas ocasiones tanto contra los francos como contra los árabes. Y habían creado un Estado propio: Pamplona, el embrión de Navarra. Un “no alineado”. Con categoría de reino independiente. Y en Barcelona, en cambio, tenían tirada hacia el Languedoc y hacia la Provenza, territorios consolidados del imperio de los francos.
Independencia de los francos
Muerto Carlomagno –el emperador de los francos–, las cosas cambiaron sustancialmente. Aquella vieja teoría que dice que el abuelo crea el patrimonio, el padre lo conserva y el nieto lo dilapida se hizo efectiva. Aplicado a la alta política carolingia. O si se quiere la mala costumbre de convertir la corte en una casa de citas. Y los árabes, que se dieron cuenta de ello, lo quisieron aprovechar. Atacaron los Pirineos. Los pequeños condados pidieron ayuda desesperada. El silencio por respuesta. Y entonces, abandonados y decepcionados, decidieron iniciar la singladura en solitario de sus pequeños dominios. Aragón y Barcelona –y las otras “provincias” pirenaicas– se proclamaron –de una manera discreta y como quien no lo quiere– condados independientes de lo que restaba de aquel poder central.
Hacia el año 1000 las cosas habían cambiado mucho. En la península Ibérica. Los árabes no habían conseguido sacar provecho de su superioridad. El virus de “el abuelo, el padre, y el nieto” también se había inoculado en la corte de Córdoba. Y Al-Andalus se estaba convirtiendo en un mosaico de pequeñas taifas independientes. La frontera se desplazaba hacia el Ebro. Y Pamplona –el Estado de los vascos– se había convertido en la primera potencia militar peninsular. Sus reyes fueron absorbiendo todas las pequeñas unidades políticas de su alrededor: Castilla y León. Aragón, también. Hasta el año 1076, cuando Navarra, encontrándose sin rey, coronó a un conde aragonés. Este, sin embargo, a pesar de lo que significaba para él, exigió mantener la autonomía aragonesa, y se hizo titular rey de Pamplona y también rey de Aragón. Con una jugada maestra del conde, Aragón adquiría la categoría de reino.
En cambio, Barcelona había seguido un camino diferente. Había ido absorbiendo los condados catalanes. El Principat de Catalunya tomaba forma. Los condes barceloneses se preocuparon poco de la cuestión nominativa –¿condes o reyes?–. Poco podían hacer. Y en cambio se preocuparon mucho de crear una potente red de alianzas con los condados del actual Midi francés, que también se habían independizado de Francia. Una comunidad de intereses que abarcaba de Marsella a Barcelona, pasando por Tolosa y Montpellier. El precedente más remoto de la Eurorregión que, contemporáneamente, preconizaba Pasqual Maragall. Liderada políticamente por Barcelona y económicamente por las clases mercantiles incipientes languedocianas y provenzales.
Un rey y dos Estados
En el año 1134 Aragón y Pamplona ya hacían vida por separado. Dos reinos independientes. Y a menudo enfrentados. En aquel año murió el rey aragonés. Sin descendencia. En su testamento legaba el reino a las órdenes militares. En el transcurso de su vida había estado muy vinculado a ellas. Pero las clases dominantes aragonesas no lo aceptaron. Temían la constitución de un Estado teocrático. Satélite del Vaticano. Temían perder el status político y económico: fueron a buscar al hermano del rey, un monje, Ramiro, y lo coronaron. Y lo casaron con una princesa francesa. Y les hicieron engendrar a una heredera: Petronila (en catalán Peronella). De esta forma se aseguraban –a pesar de que de una forma transitoria– la independencia del reino de Aragón. Y sus privilegios de clase.
Nacimiento de la confederación
Los navarros y los castellanos habían observado atentos estos movimientos. Pensaban que en Aragón la situación era de fractura: las poderosas órdenes militares (y la Iglesia) contra la potente nobleza local (y el rey). Esperaban el estallido del conflicto para intervenir y repartirse Aragón: Jaca y Huesca para Navarra y Zaragoza y el valle del Ebro para Castilla. Teruel todavía estaba en poder de los musulmanes. Y la nobleza aragonesa, que lo intuyó, dio un paso más. Otra jugada maestra. Se fueron a Barcelona y ofrecieron al conde la princesa y heredera de Aragón en matrimonio. Ofrecían al conde barcelonés la corona aragonesa. A cambio se tenía que comprometer a mantener la independencia y la integridad de Aragón. La confederación.
Los catalanes se lo pensaron. Les pareció un buen negocio. Y aceptaron el trato. Aragón era una potencia agraria y ganadera. Y militar. Era, aparentemente, un negocio provechoso para las dos partes. Aragón sumaba. Incluso sus órdenes militares, tan importantes en la futura expansión peninsular y mediterránea. Y las clases dirigentes aragonesas, satisfechas. Porque con la figura de un monarca consolidado cerraban definitivamente el pleito con el Vaticano y alejaban la amenaza navarra y castellana. Casaron a los herederos. Ramon Berenguer tenía veintitrés años. Y Petronila tenía un añito. Los pactos de soberanía establecieron que sus descendientes se titularían preferentemente reyes de Aragón.
Del príncipe en el Principado
En Catalunya, con el tiempo, surgió la figura del Príncep que daría nombre al Principat. No se refería al hijo del rey por su condición. Era la adaptación del concepto antiguo «Hombre Principal» que se utilizaba para referirse a la primera autoridad del Estado. Una especie de presidente de la República con carácter vitalicio y naturaleza hereditaria. Los príncipes de los catalanes fueron siempre los descendientes de los condes independientes de Barcelona que habían conseguido la concentración de todos los condados catalanes bajo su autoridad. Y era también una forma de referirse a la primera autoridad de Catalunya, con independencia de su condición de rey de Aragón.
La capital de la confederación –y sede de la administración– estaría en Barcelona. Estados separados: gobiernos, leyes y lenguas independientes y diferenciadas. Incluso, cuando se reconquistó conjuntamente el País Valencià, se le concedió –salomónicamente– la categoría de reino; y fue constituido como el tercer Estado de la confederación. Las Illes, el cuarto. Y posteriormente Sicilia, Cerdeña y Nápoles se convirtieron en el quinto, sexto y séptimo Estados de la confederación. El nombre no tiene una voluntad polemista. Sólo pone de relieve el protagonismo destacado que tuvo Catalunya; como miembro fundacional y como cabeza económica y demográfica de la confederación. La verdadera correlación de fuerzas. Hasta 1717. Sin despreciar el papel del reino de Aragón.
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