La semana pasada el testimonio de guardias civiles anónimos (o, lo que es igual, identificados por número TIP) convergió con la orden de la Junta Electoral Central de retirar carteles con lazos amarillos de los edificios oficiales. Ambas cosas tienen en común formar parte de un frente de acción que redefine la realidad como propaganda o, en el barbarismo de moda, como ‘fake news’, Y la recrea para obtener el efecto deseado. Los agentes declaran en contra de la propia conciencia lo que más conviene a la fiscalía, sin descartar que la conciencia de alguno esté tan deformada y contrahecha que no necesite violentarla para escucharse las propias mentiras con el humor del juez risueño del tribunal. Por su parte, y en el mismo orden de prevaricación consciente y sostenida, la Junta Electoral colabora con un partido político calificando de publicidad la indignación por los abusos contra los derechos de las personas. De todas las personas, pues los lazos no forman parte de campaña electoral alguna sino que denuncian la transgresión de las garantías democráticas. Una transgresión que para poder negarla, el estado la debe ampliar. De ahí que haya que enviar pelotones de policías a buscar lazos como si fueran sustancias estupefacientes, arrancarlos de la persona de los maestros y borrarlos de los dibujos infantiles. En guerra enloquecida contra un símbolo que le recuerda la propia degradación, el Estado recurre maquinalmente a la fiscalía (¡es el estado de derecho, estúpido!) y amenaza al presidente Torra para asentar que el ‘ordeno y mando’ no deja margen ni para la consulta legal, en este caso con el ‘Síndic de Greuges’. ¿Separación de poderes? Más bien autocracia de la fiscalía.
La prensa convencional, que suele ser amnésica, no quiere darse cuenta de que, como se decía en las postrimerías del régimen y más tarde se ha confirmado, después de Franco las instituciones. Desde entonces, la mayor parte de corresponsales extranjeros se han dedicado a blanquear una transición que nunca cumplió nada parecido a la desnazificación de la Alemania de posguerra. Todo lo contrario, la transición fue una maniobra del franquismo para salvar los muebles una vez desaparecido el biombo de la dictadura. Ahora no se trata de discutir si el proceso incoado y rápidamente clausurado por los aliados en Alemania, y aún antes en Italia, alcanzó su finalidad o no. Se trata de recordar que la constitución del 78 no pretendió nunca deshacer el nudo gordiano del fascismo, pues en los años setenta, a pesar del reciclaje de algunos iconos republicanos, no hubo ningún Alejandro dispuesto a cortar la cuerda.
Y si entonces no lo hubo, menos puede haberlo ahora que Europa vira hacia el autoritarismo, presionada por un lado por el fundamentalismo islámico y de otro por el iliberalismo nativo. Casado, Rivera, Abascal, Aznar, Álvarez de Toledo, por no hablar de los estrafalarios Anglada, Boadella, Jiménez Losantos o Cañas, son réplicas extemporáneas de un escenario del que la transición hizo finta para dejar atrás. Pero al mismo tiempo son la vanguardia -desde el punto de vista del espacio electoral que ocupan- de una reacción a escala continental, que ya es más que una sospecha y comienza a ser un dolor de cabeza. Quienes se abonan a la idea de que Donald Trump es la cabeza visible del nuevo fascismo global no hacen más que desviar la atención del problema. Reciclando viejos prejuicios antiamericanos y ciega ante lo que se fragua bajo sus narices, la intelectualidad europea no ha entendido en ningún momento que, si Trump pone a prueba las garantías democráticas de Estados Unidos, el único resultado posible es comprobar su solidez. Las dificultades de Trump para retener a sus colaboradores y los peligros legales que le acosan cada vez más de cerca y que hoy se concretan en el informe de Robert Mueller, deberían haber hecho abrir los ojos de los ideólogos continentales a la diferencia, no de grado sino de matriz, entre una democracia de origen y unas imitaciones que están siempre a un paso de naufragar en el Escila o el Caribdis de algún totalitarismo de derechas o de izquierdas. Trump es un mentiroso empedernido. Ya lo era como empresario y lo es como político. Un mentiroso al por mayor. Pero sus mentiras, por monumentales que sean, no tienen más recorrido que las del común de los mortales.
El fascismo es otra cosa. Como hacía notar Hannah Arendt, la propaganda fascista no tenía suficiente con engañar; pretendía transformar las mentiras en realidad. El método de Goebbels no consistía sólo a repetir la mentira hasta la saciedad, como hace la publicidad cada día, sino que quería confundir la verdad con la realidad. Esta observación es capital para entender el juicio contra los políticos y líderes sociales catalanes, y también para entender por qué Ciudadanos se empeña en una tediosa guerra sucia contra los lazos. El objetivo no es discutir un hecho que ellos mismos proclaman con sus acciones, sino generar una realidad alternativa. Por eso es estéril debatir el pretexto aducido por la Junta Electoral Central para prohibir los lazos durante la campaña. La característica esencial de la propaganda fascista, explica Arendt, no eran las mentiras; era explotar la confusión entre verdad y realidad para convertir en ‘verdad’ lo que antes se consideraba falso. Un ejemplo actual: las declaraciones de los guardias civiles sobre el odio y violencia de los votantes del Primero de Octubre. Clonando el mismo testimonio con palabras aprendidas, los policías comienzan a convertir en ‘verdad’ lo que hasta en ese momento nadie habría considerado más que una mentira. ‘Verdad’ que se encargarán de confirmar las guerrillas de provocadores tratando de inducir alguna imagen en sintonía en la calle. El fascismo actúa de esta manera. Ayer lo hacía para demostrar que Europa estaba amenazada por los judíos y hoy vuelve para demostrar que España fue víctima de la violencia de unos votantes y había que defenderla sin detenerse en costes morales o políticos.
En la trifulca dialéctica entre Marchena y los abogados de los presos, la primera víctima no es la verdad sino la democracia. La democracia es lo que menos importa a los poderes, a los que les basta con formulaciones perlocutivas (*), es decir, con el uso retórico del lenguaje para producir un efecto en el receptor. En este caso, convencerle sin evidencia empírica de ningún tipo de que España es una ‘democracia avanzada’. Al final, la democracia no habrá sido nada más que un rodeo para salvar la miga de un Estado que, mientras puede, simula regirse por estructuras representativas, pero cuando hace falta se quita esta máscara para mostrar un rostro descarnadamente autoritario. Una vez más, España ha agotado el modelo de Estado y esto le obliga a hacer uso de medidas extremas con envaramiento mal disimulado, como las gasta estos días el presidente de la sala del Supremo. España está en un final de ciclo, uno más en su historia de dictaduras periódicas. Y como todos los finales de ciclo anteriores, este ya da alas a la reacción, que sólo agacha la cabeza cuando en Europa brilla la estrella del liberalismo, pero vuelve a levantarse cada vez que el fascismo se extiende por el continente.
Cuando Arendt decía que una característica de la propaganda fascista era transformar las mentiras en realidad, ofrecía una clave para comprender tanto la cordura de un juicio cada vez más inverosímil como la fabulación insólita de Ciudadanos. Tensando los hechos de una manera tan audaz como abusiva, los de Rivera no pretenden dirimir su naturaleza real, sino provocar a otros que validen retroactivamente su testimonio. La violencia que el Estado desplegó el primero de octubre de 2017 pretendía provocar otro acto de reflejo, al igual que las provocaciones de Ciudadanos aspiran a suscitar la imagen que, como una chispa, permita visualizar un incendio y convierta en verdadero lo que todo el mundo tiene por una mentira. Tan mentira es, que Marchena rechaza inflexiblemente confrontar los falsos testigos con las imágenes. Se niega con la excusa que más adelante el tribunal ya lo ‘visionará’ y sacará las consecuencias que tenga que sacar. Pero mientras tanto deja vía libre a los declarantes para ir tejiendo, en coordinación con los fiscales, la mentira que pasa incontrastada al sumario, agravando las imputaciones a los acusados y en descargo de la actuación del Estado.
(*) https://cvc.cervantes.es/ensenanza/biblioteca_ele/diccio_ele/diccionario/actodehabla.htm
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