Contra los miedos antitecnológicos

 

 

En pleno debate sobre el uso de los móviles por parte de nuestros adolescentes, y para cogerlo con un poco de humor, podría decirse que ha habido demasiados padres que habían hecho caso de Homer Simpson. Este personaje, considerado como uno de los más influyentes de toda la historia de la televisión, había dicho que “lo bueno de internet es que los hijos se te educan solos”. Ahora estos padres descubren asombrados que no era una broma, y ​​que internet y las redes han estado educando a sus adolescentes al margen de toda autoridad.

Sin embargo, la discusión sobre el papel determinante de internet y las redes sociales en nuestras vidas ha quedado superada por la llegada, hace cuatro días, de un nuevo fantasma: el de una inteligencia artificial al alcance de todos. Y el nuevo predicador moral de nuestros tiempos, Yuval Noah Harari, se ha apresurado a advertirnos de las consecuencias catastróficas de una IA que es más poderosa que cualquier dictador y que los algoritmos han matado ya a gente. Cada vez vamos más rápido a encontrar una nueva cabeza de turco donde proyectar nuestros miedos y culparle de las propias irresponsabilidades. Y Harari tiene éxito, entre otras cosas, porque alimenta esos miedos.

Lo cierto es que, visto con perspectiva histórica, todos los avances tecnológicos han despertado temores y resistencias. Desde los que suponían pequeñas mejoras hasta los que han permitido grandes progresos económicos e intelectuales, pasando por los que finalmente han aportado enormes ganancias al bienestar general de la humanidad. Así, un tal Fray Juan de los Ángeles, a finales del siglo XVI, pensaba que “el mundo está ya en lo último” por unas “novedades y disparates nunca vistos” como era preocuparse por la salud y querer dormir en camas blandas. Aún antes, la imprenta de Gutenberg –ahora que tanto nos preocupa la comprensión lectora– provocó grandes conflictos religiosos, aparte de favorecer el individualismo (Neil Postman, 1982). O, entre otros muchos ejemplos, fue gracias al reloj –junto a la máquina de vapor– como fue posible una revolución industrial (Lewis Mumford, 1943) que generó grandes resistencias. Por no hablar de la televisión, que habría creado un ‘Homo videns’ (Giovanni Sartori, 1997) con pérdida de la capacidad de abstracción y racionalidad, en la que el acto de ver suplantaba el de pensar y creaba un “pensamiento insípido, un clima cultural de confusión mental y crecientes ejércitos de nulidades mentales”.

En el acto organizado hace unos días por el diario ARA y el Institut d’Estudis Catalans ‘La tecnología: ¿solución o condena?’, estuvimos hablando de estas circunstancias con la experta en robótica la doctora Alícia Casals, moderados por el periodista científico Toni Pou. Mi tesis era que todas estas resistencias a los avances tecnológicos tienen su principal raíz objetiva en que conllevan cambios radicales en la distribución del poder. Después, sobre las resistencias se construyen todo tipo de consideraciones políticas, éticas y morales, porque es verdad que tienen consecuencias. Pero la razón fundamental está en el desplazamiento del poder de unas manos a otras. Como es el caso de estos padres que se quejan por ver su autoridad traspasada al móvil, o de los profesores, cuyo trabajo queda en riesgo frente a la irrupción del ChatGPT.

Vivimos unos tiempos en los que, a la vez que nos beneficiamos a manos llenas de las ventajas científicas y tecnológicas, desarrollamos una desconfiada mirada antitecnológica. Se trata de una perspectiva que recuerda las concepciones luditas –por la figura de Ned Ludd que se dice que destruyó el propio telar en señal de protesta– de principios de siglo XIX, que anunciaban un futuro catastrófico por la sustitución del telar manual por el mecánico. Un neoludismo que ahora alimenta fobias tecnológicas que ocultan la renuncia a la propia responsabilidad para traspasarla a las supuestas regulaciones y prohibiciones que los poderes públicos deberían hacer de ella.

Es cierto que estos desplazamientos de poder son cada vez más acelerados, que van en una dirección poco previsible, que esto genera sensación de descontrol y que favorecen un catastrofismo, paradójicamente, paralelo a la facilidad con la que nos acomodamos al mismo. La tecnología televisiva tardó cincuenta años en generalizarse, el móvil inteligente y la banda ancha lo han hecho en quince, y la IA lo hará en menos de cinco.

Si algo podemos aprender de la historia del progreso tecnológico es que resistirse es inútil. Y que lo que hace falta es saber incorporar la tecnología con una perspectiva crítica –es decir, lúcida–, añadiendo a sus usos una dimensión ética –ponerle límites– y, sobre todo, adoptando una actitud activamente responsable. En definitiva, aprender a domesticarla.

ARA