Si hay un proyecto humanístico irrenunciable para el siglo XXI, debería ser, sin duda, la subversión del relato del yihadismo. El repetido ataque a Francia y mil otros mordiscos más del fanatismo por todo el mundo dibujan un panorama demasiado dolorosamente evidente: nos enfrentamos a un crescendo del terror que aún nos ha ahorrado las imágenes más crudas.
¿Qué pasa por la cabeza de un tipo para que ofrende su vida a Alá, abandonando este mundo dentro de la vorágine enfermiza de una masacre? Si nadie se ha puesto a ello, sería hora de hacerlo: un propósito más urgente que incrementar los bombardeos en Siria, por ejemplo (la ingenua pero popularísima reacción de los gobiernos occidentales ante la barbarie de los «lobos solitarios» en terreno doméstico).
En ‘Sapiens. Una breve historia de la humanidad’, Yuval Noah Harari realiza una fascinante indagación sobre las razones que provocaron la transformación del ‘Homo sapiens’ -este extraño mono erecto- en la especie dominante sobre la tierra. Si hay un arma que coadyuvó a esto no fue precisamente un bastón transformado en lanza, sino algo infinitamente más peligroso: el relato. Con la conquista del lenguaje, el sapiens empezó a inventar historias, y rápidamente comprobó que esto favorecía la cohesión del grupo. En una vertiginosa carrera a lo largo de miles de años, la religión, la literatura, la política (todo en una amalgama primigenia que luego se dividiría) fueron ocupando su lugar en el imaginario de la comunidad. De repente, la capacidad del relato -la contundencia del mito- permitió levantar imperios, transformar el mundo, conquistar el futuro. Aquel mono vestido con pieles de otros animales ahora es un ejecutivo de Wall Street que hunde o salva la economía con una simple llamada telefónica, o un poderoso jeque árabe que compra armas en Occidente a cambio de petróleo y luego las vende al EI, con quien comparte una misma fe.
Sí, alguien profirió en algún momento la palabra «Dios», pero el instante revolucionario no fue éste, sino un escalón superior. Cuando alguien completó la frase con un verbo terriblemente definitivo: «Dios me ha dicho…» Aquí tenemos la causa de la muerte de cientos de millones de personas a lo largo de la historia de la humanidad. Y también, inequívocamente, la del sufrimiento que causa ahora el fanatismo islámico -y el que seguirá causando-.
No podemos pretender extirpar a Dios del cerebro humano. El gen de la espiritualidad -con el nombre en el que quiera encarnarse- es perfectamente indestructible. Sí se puede, sin embargo, actuar socialmente con la única arma eficaz: difundiendo el proyecto ilustrado.
Montaigne escribió: «Se sigue de ello que no hay nada creído tan firmemente como aquello de lo que menos se sabe ni gente tan segura como los que nos cuentan fábulas, como alquimistas, adivinos, astrólogos, quirománticos, médicos, ‘id genus omne’. A los que yo añadiría enseguida, si me atreviera, un montón de gente, intérpretes y vigilantes ordinarios de los designios de Dios, que creen conocer las razones de cada evento y ver en los secretos de la voluntad divina los motivos incomprensibles de sus obras» (I-XXXII).
El sabio de la montaña nunca falla. En esta sencilla observación -muy atrevida para su tiempo- está condensada la larga lucha occidental contra la visión religiosa de la vida cotidiana. Europa en general -y Francia en particular- ha confinado la religión cristiana al único espacio razonable, la intimidad. Hay necesidad de Montaigne, Voltaire y, finalmente, Nietzsche. Y, antes, Lutero. Son estos quinientos años ubérrimos de supremacía progresiva de la razón lo que echamos de menos en el mundo islámico. Dios debe ser puesto en cuestión, nos hemos de burlar de él y, al fin, lo debemos matar. Sólo así resucitará de entre los muertos como un agente positivo, que ayude realmente a las personas en lugar de esclavizarlas a dogmas horrorosos.
En el cerebro de todo yihadista actual resuena la sura 9: 4 del Corán:
«¡Porque Alá, Dios, quiere mucho a los que Le temen, piadosamente! / Cuando estos meses que ha pactado, de paz sagrada, hayan pasado, / matáis a todos los que asocian a Alá, Dios, / otras deidades, allí donde estén».
Pero este es un libro donde también podemos leer (sura 2: 256): «¡Que no [hay] haya coacción en materia de religión, ni abuso de fuerza!» Un libro no es un peligro. El peligro son los intermediarios entre unas páginas ambiguas -contradictorias entre sí- y unos cerebros simples. Clérigos que enseñan que Alá quiere sangre, como una fiera vulgar.
Contra todo esto hay que actuar. No con bombas, sino con educadores. Hay que cambiar los relatos del horror por otros que proporcionen algún tipo de esperanza.
ARA