Contra los guardianes del tabú

CLARA PONSATÍ

La violencia es el gran tabú de la política catalana. Y, como todos los tabúes, es un mecanismo de control, genera reacciones automáticas y evita pensar. Por eso parece natural hacer aspavientos ante mi respuesta –un “sí”– a la pregunta: “¿La independencia vale una vida?”, que me hizo Gemma Nierga en una entrevista. Era una pregunta retórica, porque incluso en una guerra, como vemos ahora en Ucrania, las vidas nunca se cuentan así. Nadie dice nunca: la independencia de Ucrania vale 237 vidas, pero 238 ya es un precio demasiado alto.

De hecho, la pregunta era una afirmación: la independencia de Cataluña no es una causa que valga ni siquiera una vida. Por consiguiente, todas las sumisiones políticas del país estarían justificadas. Desde la mayor renuncia hasta la menor de las cesiones, todas las decisiones que hemos visto desde 2017 y que han llevado a los partidos a competir en una carrera hacia la nada, quedarían justificadas para evitar la posibilidad, ni siquiera de pensar, que se pudiera perder una vida. La pregunta de Gemma Nierga revelaba vívidamente el tabú y su funcionamiento práctico.

Es un pensamiento infantil que no aguanta el mínimo escrutinio. Basta preguntarse si permitir ir a 120 km/h por una autopista vale las vidas en accidentes que se evitarían si la velocidad máxima legal fuera de 50 km/h. Es evidente: estrictamente hablando, no. Pero también es evidente que lo aceptamos, por sentido de la proporción, por sentido de la libertad, y quizás porque pensamos que una sociedad a 50 km/h costaría otras vidas, por retraso económico o por lo que sea.

Muchas decisiones políticas tienen costes en vidas que, con herramientas analíticas suficientemente sofisticadas, podríamos evaluar. ¿Cuántas vidas cuesta invertir en tal partida de tal departamento en vez de invertirla en hospitales? Este tipo de preguntas sólo las hacen los demagogos, que pretenden poner en una balanza algo que no cabe, porque sólo alguien que no ha vivido demasiado reduce la vida a la mera supervivencia. La vida, la vida que todos y cada uno de los partidos políticos defienden desde su perspectiva, es mucho más que la supervivencia.

Por eso respondí que “sí” a Gemma Nierga. Está claro que la independencia de Cataluña vale una vida: todos los ideales políticos –libertades, derechos, ideas de justicia– incluyen la posibilidad de costes vitales. Si la pregunta presuponía, en realidad, que la independencia de Cataluña no vale nada, quizá habría que haberle devuelto la pregunta: y la unidad de España, ¿cuántas vidas vale? Porque todo el mundo sabe que para hacer la independencia de Cataluña no hace falta que nadie muera. Pero para evitarla, si no se quiere hacer por medios referendarios, sí es necesaria la violencia, la coacción y la cárcel. La unidad de España, para quienes aplauden la pregunta de Gemma Nierga, ¿vale el exilio? ¿Vale la cárcel? ¿Valdría una intervención militar?

Más revelador es que el govern y los políticos que lo hacen posible hayan optado por el silencio, por “desautorizarme” o incluso por invitarme a la inmolación. No pretendo coger el rábano por las hojas: la fingida indignación moral de algunos no tiene más propósito que halagar a quienes dan por supuesto que es natural que el Estado frene la independencia de Cataluña con violencia. Y que, por tanto, si Cataluña se independiza, toda violencia que de ello se derive es responsabilidad de quien tiene este ideal. Y aún es más grave que se alimente el tabú, ese miedo de fondo, para que nadie pueda defender sin coacciones la libertad nacional de Cataluña. ¿Por qué los partidos del govern y los ideólogos de la rendición necesitan que no se pueda defender netamente y sin coacciones esa libertad? Porque creen que tienen más que ganar si mantienen el control de la situación. Una sociedad mentalmente más libre se lo quitaría.

El tabú de la violencia, y la idea de que los catalanes seríamos los responsables, es la peor rémora de Octubre de 2017. Embarra nuestra política hasta el punto de que impide pensar. Lo debemos apartar. No para abrazar la violencia –lo aclaro para ponerselo difícil a los guardianes del tabú–, sino porque, si es cierto que en el combate por la libertad de Cataluña no podemos descartar episodios de violencia militar o similar por parte de España, es necesario que hablemos de ello. Si quienes me han desautorizado o invitado a la inmolación creen que la posibilidad de violencia nos obliga moralmente a no ser independentistas, o a esperar hasta que alguien invista a Gandhi como presidente de España, entonces nos conviene a todos que esto se diga explícitamente. De lo contrario, aparte de infectar nuestra política de un infantilismo que no es propio de cualquier colectivo que busque la libertad, forzamos al electorado independentista a derrochar su voto en nombre de una república que sólo es un pretexto para administrar el sometimiento y el control de cuatro redes clientelares.

El Primero de Octubre no hubo disparos, sólo porras. Todo el mundo entendía los límites de lo que ocurría. Corríamos riesgos y hubo heridos y alguno podría haberse quedado, pero unos y otros trataban de conseguir sus objetivos –hacer un referéndum, detenerlo– sin caer en una espiral de violencia. Sospecho que el Estado sabía que una violencia más extrema, como la que ha habido cada vez que Cataluña se había intentado autodeterminar en los siglos pasados, significaba perder su dominio del país, y no sólo por la reacción internacional, como se dice a menudo, sino porque para dominar un país es más útil hervirlo despacio que ponerlo entre la espada y la pared. La ocupación militar debe ser sutil o provocas una reacción, y a diferencia de los años treinta, en 2017 España no podía, o creía que no podía, pagar los costes de dominar a la población con violencia descarnada.

Las porras no alcanzaron sus objetivos: el referéndum se realizó. Es muy complicado detener a dos millones y medio de votantes determinados a ejercer su derecho con varios miles de policías, porque la libertad política vale más que unos porrazos y porque logísticamente es imposible detener a todos. Esto, los políticos catalanes que mandaban entonces, no lo entendieron: si pones la autodeterminación en el centro de la política catalana todo se va al traste, porque es el tema central que atraviesa todo lo que hacemos y decimos. Y la única forma de detenerlo es hacer creer a la gente que si se autodetermina podría morirse, pero sin llegar a hacerlo.

Este es el punto de equilibrio que el Estado necesitaba el Primero de Octubre y es justo el que los políticos catalanes aceptaron y utilizaron para devolver a todos al corral. Es esta diferencia entre la violencia y la amenaza de violencia lo que explica aquellos días como ninguna otra cosa. Las porras eran un intento de detenerlo y, fracasado esto, funcionaban como un aviso, como una cata que daba credibilidad a la amenaza. Esta amenaza fue, de hecho, la principal violencia de ese octubre, más que las porras. Históricamente, un intento de autodeterminación de Cataluña nunca había sido tan pacífico, y el Estado nunca había respondido tan quirúrgicamente: porras, amenaza, prisión para los políticos y activistas más visibles, represión social, prevaricación judicial, persecución de activistas, presión a los agentes económicos y periodísticos, control de las instituciones y domesticación de la clase dirigente. España ya no es lo que era.

El tema no son las vidas que vale la independencia de Cataluña o cualquier otro ideal político, el tema es que una vida en la que no somos libres de perseguir ideales pacíficos, honestamente, es una vida que nos condena a nosotros y a nuestros descendientes. Cuando alguien renuncia al ideal por la amenaza de la muerte, ya está dispuesto a renunciar a cualquier cosa. El fundamentalista es quien está dispuesto a poner fin a la vida de otro por un ideal, no quien está dispuesto a arriesgar la suya para defenderlo.

Si en Cataluña existiera un verdadero estado mayor pensando cómo hacer la independencia, la pregunta que se haría no sería si la independencia vale una vida, sino cómo no doblegarse ante la amenaza de violencia y, al mismo tiempo, llevar a los políticos españoles a un escenario donde no les interese escalarla. Porque a nosotros no nos interesa la violencia, nos interesa la independencia. Esta pregunta tiene respuestas, no somos los primeros en tener este problema. Pero son el tipo de respuestas que los guardianes del tabú se ocupan de que no pensemos. Los guardianes del tabú, justo porque trafican con la posibilidad de la violencia, son ahora la verdadera amenaza.

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