¿Es posible hacer una crítica de la política que no acabe siendo antipolítica? ¿Se puede evitar caer en la superioridad moral? ¿Y cuáles son las consecuencias no queridas de hacer una crítica antipolítica moralmente arrogante? Si para las dos primeras preguntas no hay respuestas claras, para la tercera sí: la antipolítica hecha desde la superioridad moral es la que justifica e hincha el voto de los movimientos antisistema, sean de extrema derecha o de extrema izquierda.
Ciertamente no faltan razones para ser muy críticos con las dinámicas políticas. Aún más, la crítica política es una necesidad para el control público de la acción democrática. Pero, desde mi punto de vista, es fundamental que la crítica ponga más el acento en hacer posible la comprensión de la complejidad de la gestión del poder que no que se abandone a la habitual propaganda partisana o a la maledicencia generalizada contra los políticos.
La trifulca política en la red ha invitado al exabrupto. El anonimato, la brevedad, la precipitación o los «me gusta», todo invita a la adicción que genera el confort de darnos la razón unos a otros. Que la red ha trastornado el debate político, pues, es una evidencia, visto que los primeros que recurren a ella son los mismos políticos. Pero que el debate en la red tome un tono tabernario no debería escandalizar, más allá de que ahora queda escrito lo que antes se perdía en la somnolencia de una sobremesa familiar o en el griterío alrededor de una timba en el café del pueblo, entre caliqueño y carajillo.
Sin embargo, nadie con dos dedos de frente puede esperar que en la red, con pocas excepciones, haya verdadera crítica política. El problema surge cuando toda la deliberación política se sitúa en la tertulia mediática. Y cuando se puede escuchar en un programa de máxima audiencia y en la homilía matinal de quien lo conduce, que el gobierno es «la casa de tócame Roque». O cuando se interpretan los altibajos políticos en términos de exceso de personalismo, de poca talla, de mirada corta… Naturalmente, si lo que se quiere es hacer tambalear un gobierno, o si se quiere disimular el propio personalismo y la escasa capacidad de análisis, nada que decir. Pero si se quiere explicar el porqué de una inestabilidad gubernamental, las razones de un conflicto entre fuerzas políticas o las dificultades para liderar una toma de decisiones eficaz, por responsabilidad, habría que evitar este tono perdonavidas. Después de todo, la superioridad moral suele ser el escondite y la coraza de la insolvencia ética.
Se puede alegar con razón que el lenguaje de buena parte del debate político también tiene este tono grosero y de desprecio hacia el adversario. El cinismo argumental es desesperante y crea un marco de desconfianza que también acaba atrapando a quien lo emplea. Pero es precisamente por ello que el análisis y la crítica no deberían hacer de muletilla de estas dinámicas propias del combate político, sino proporcionar los elementos de reflexión para descubrir las razones de fondo. Comprender la política no es justificarla, sino mostrar su trasfondo y descubrir los intereses que hay en juego. Y, sobre todo, es señalar los determinantes estructurales que ponen los límites a las perspectivas voluntaristas que hacen creer que lo que no hacen los políticos es simplemente porque no quieren hacerlo y que fácilmente conducen al moralismo político frívolo y banal.
En cualquier caso, sólo ha bastado escuchar el discurso político de la extrema derecha en estas pasadas elecciones para constatar su base tan cínicamente antipolítica, que acababa exigiendo la desaparición de la institución para la que pedía el voto. Y como decía al principio, si establecer las condiciones y los límites de una buena crítica política no es fácil, en cambio se puede afirmar con seguridad que, aunque sea sin querer, han sido los registros asfixiantes de la antipolítica en la tertulia pública los que han ayudado a inflar la extrema derecha hasta un punto difícil de soportar. Naturalmente, sin que podamos esperar un ápice de autocrítica.
ARA