Con escalofríos, si no con gritos apocalípticos, se pregunta de dónde nace este tipo de cultura política que crece en todo el mundo y que a menudo lleva a partidos y líderes descaradamente autoritarios hasta la victoria. Es decir, qué alimenta a las organizaciones que hurgan en los sentimientos que nos hacen más vulnerables –el miedo, la frustración, el resentimiento, el odio…– y en las emociones que apelan a la intimidad más irreflexiva y obvian el individuo completo con su razón crítica, su fuerza de voluntad y su responsabilidad colectiva.
Hay respuestas de perspectiva inmediata que vinculan estos éxitos autoritarios a circunstancias recientes: crisis económicas y empobrecimiento de las clases medias, nuevos procesos migratorios y amenazas llamadas identitarias… Pero, sin discutirlas, creo que hay razones de mayor alcance y profundidad que también hay que tener en cuenta. Son causas que no se identifican fácilmente con las corrientes ideológicas más reconocidas porque les son transversales, y que yo llamaría ‘el imperio de la subjetivización de la política’. Hablo de lo que nos han convertido en consumidores de política, salud o educación, y en clientes caprichosos de servicios públicos de bienestar. El síntoma más claro de todo es esta jaculatoria tan repetida por los políticos en tiempos electorales en los que se atribuyen “hablar de los problemas que importan a la gente”, como si lo que importa individualmente fuera lo más importante colectivamente.
Para explicar este largo proceso de subjetivización de la política –y de todos los ámbitos de la vida social–, recurriré a una anécdota vivida personalmente. Hace cuarenta años, una red de escuelas catalanas realizó una encuesta casera entre sus padres donde se les pedía cuáles eran los principales valores de sus hijos adolescentes. Destacaron cuatro: la creatividad, la sinceridad, la espontaneidad y la autenticidad. Y cuando ya tenían la encuesta, me pidieron que se la comentara en un encuentro general. Con toda la cordialidad de la que fui capaz, les agué la fiesta.
Lo que les dije es que aquellas supuestas cualidades no tenían ningún contenido preciso, que sólo ponían el énfasis en las actitudes individuales subjetivas, y que en definitiva, todas invitaban al autoengaño. Al fin y al cabo, la creatividad no puede ser evaluada por sí misma, sólo por el resultado de lo que se crea. La sinceridad no puede evitar ser portadora de grandes autoengaños. Y la espontaneidad, en la medida en que podemos identificarla socialmente, es un comportamiento tan estereotipado como lo pueden ser la timidez o el pudor. En definitiva, valores absolutamente vacíos.
Pero es la autenticidad la madre de todas las demás confusiones, porque pone en primer plano la idea de que lo más valioso que tiene una persona es su subjetividad, lo que le “sale de dentro”, sin contaminación externa. Sin embargo, lo que sale de dentro primero debe haber entrado, y el hecho de que se considere “auténtico” –con un identificable sabor rousseauniano–, sólo significa que se es incapaz de reconocer la deuda que cada uno de nosotros tiene con la propia tradición social y cultural a la que pertenecemos, como sostiene Toni Sala en su último libro, ‘Tradición y creación’. Dicho en términos antiguos, la autenticidad no borra el vínculo que tenemos con el ‘pecado original’ que hemos heredado.
Pues bien, como diría Miquel Martí i Pol, «eso ya nos viene de antiguo». Quizás no del tatarabuelo, que dice él, pero sí de las generaciones hijas de los años setenta que, como mostraba aquella encuesta bienintencionada, han creído más en la transgresión de las formas que en el aprendizaje de los contenidos sólidos; más en las emociones fuertes que en la razón crítica; más en los pedagogos del buenismo rousseauniano que en los de la responsabilidad virtuosa; más en los líderes “espirituales” –entiéndase, en los gurús de la autoayuda– que en el rigor intelectual y la ciencia.
Y no es de extrañar que, desde esta ideología de la autenticidad, se hayan trasladado a figuras infantiles y adolescentes los liderazgos de los grandes proyectos de cambio social. ¿Qué hay más auténtico y sin sospecha que manipular a criaturas supuestamente inocentes para hacer propaganda creíble? Gilles Lipovetsky afirmaba en una entrevista reciente en ‘El País’ que es necesario ser críticos con la religión de la autenticidad que nos hace creer que nos resolverá todos los problemas. Y añadía: «Greta Thunberg, con sus cantos a la autenticidad, no es el camino correcto para encontrar soluciones». Una religión que, según Lipovetsky, explica también el éxito de todos los Trump que se muestran así, sin hipocresías y auténticos. Sí: auténticamente vulgares y violentos.
La defensa de la democracia es también un combate contra la subjetivización de la política y, en general, de la vida social.
ARA