Entre la Conferencia Episcopal, la Constitución y la Monarquía, tres realidades distintas pero un solo dolor verdadero, nos van a volver locos, si es que ya no lo estamos. Entiéndase, en términos políticos y morales. Prescindiendo de estos últimos, reparemos en lo político constitucional.
Como es sabido, el día 6 celebran algunos el día de la Constitución. Y, ciertamente, lo que el panorama de esta efeméride nos está ofreciendo es la cínica imagen de unos políticos que quieren hacernos creer que son «constitucionalistas de toda la vida», cuando en realidad lo son desde hace unos pocos años, y algunos ni eso. Y si no, recordemos.
En 1976, el actual representante de la monarquía, sistema político que será constitucional pero no democrático, juraba no una constitución, pues no existía, sino, ahí es nada, los principios del Movimiento Nacional que inspiraron el 18 de julio de 1936. Luego, pútrida historia, no tendría empacho alguno en votar la constitución el 6 de diciembre de 1978. Es la eterna cantinela de los reyes: les da lo mismo alabar y admirar a los más grasientos dictadores, y, a renglón seguido, con tal de arrellanarse en el sillón de monarca, jurar lo que haga falta.
Curiosamente, en ese mismo año de 1978, la mitad de los diputados de Alianza Popular, más tarde PP, rechazaría el texto constitucional. Y quienes le dieron su apoyo, espoleados por Fraga, lo primero que dijeron es que en cuanto pudieran lo reformarían.
El diputado de UCD, Jesús Aizpún, padre putativo ideológico del actual presidente de la Comunidad Foral de Navarra, llegaría a dejar el partido por su rechazo personal a unas cuantas disposiciones constitucionales, no sólo a la transitoria cuarta, relativa a la integración de Navarra en Euskadi, sino, sobre todo, a las relacionadas con el divorcio y la educación. De ahí que no desaprovechara la campaña del referéndum, celebrado el 6 de diciembre de 1978, para vomitar sapos y culebras contra ella. Poco después, fundaría la actual UPN, al que se le unió Alianza Foral, partido que también había defendido el NO a una constitución que consideraba atea, de tendencia marxista y que ponía en peligro la sagrada unidad de España.
El muy ínclito Savater, a quien hoy la constitución le produce un furor gonádico indescriptible, en 1978 defendió la abstención en el referéndum por no encontrar, decía, grandes diferencias entre el régimen franquista y el régimen cons- titucional. El mismo PSE, que siempre se ha considerado más constitucionalista que los leones de las Cortes, no hizo ascos al admitir en su seno al partido de los sordos de Mario Onaindia, EE, un partido que predicó rabiosamente el No a la constitución en 1978.
Y el mismísimo Aznar sólo le faltó decir, mientras gobernó este país, «la constitución soy yo», en 1979, en el periódico «La Nueva Rioja», se hartó de escribir artículos contra la constitución, en uno de los cuales describía la organización territorial, diseñada por dicho texto, como «una charlotada intolerable».
En fin. En estos años de constitución lo único que puede decirse es que ha servido únicamente a los partidos políticos para resolver sus rifirrafes dialécticos, pues ya se sabe que al resto de la ciudadanía lo único que nos aplican es el Código Penal.
Cualquier observador se dará cuenta de que la constitución hoy día ha perdido su carácter de ley fundamental para convertirse, no sólo en un fetiche sagrado, que no sólo exige el acatamiento propio de toda norma jurídica, sino una actitud de adoración y de ad- hesión inquebrantables, de tal modo que cualquier crítica o propuesta de reforma es tachada automáticamente de afrenta a España.
La constitución se ha convertido en ideología y en arma arrojadiza contra rivales políticos a los que in- variablemente se tilda de enemigos de la Constitución, de la Democracia y de los Derechos Humanos. Lo cual, viniendo de tipos que en su día la pusieron a parir, más que un sarcasmo es un insulto a la ciudadanía.
Por si fuera poco, el furor monárquico mediático se está extendiendo como una pandemia. Personas republicanas de toda la vida doblan el espinazo de la sensatez ante el nacimiento de la infanta Leonor y sueltan memeces sin reparar en la cara de imbéciles que se les pone. Sin ir más lejos, el periódico dependiente de la bolsa de Polanco no tenía reparo en anunciar el nacimiento ése como «un día de felicidad para todos los demócratas». En honor de la verdad hay que decir, que la frase está extraída, agárrense de los asimétricos, del comunicado de la Ejecutiva Federal del PSOE. Estaría bien que dichos ejecutivos y comisionados explica- ran en otro comunicado por qué razón suficiente debe ser un día de felicidad para todos el nacimiento de una princesa, una institución que de democrática no tiene nada. De acuerdo con el comunicado, cabe suponer que quienes no se muestren felices por el evento la mayor parte del planeta, no somos demócratas.
En parecidos términos se ha expresado el PP, pero lo que dicen las huestes burriciegas de Rajoy me importa un bledo. Lo que dice el PSOE, también, pero como lo que dicen los socialistas me parece mucho más grave, recuerdo lo que dijo: «El PSOE quiere aprovechar este momento para rendir un homenaje al rey Juan Carlos y reafirmar las virtudes y valores de nuestra Monarquía parlamentaria, que nos ha permitido, a todos los españoles, disfrutar de tres décadas de paz y libertad». Disparates como éste son cada día más habituales. Y lo peor de todo es que la ciudadanía se está acostumbrando a ellos. En la transición, nos la metieron dobla- da con la vaselina del consenso; ahora, nos la meten igual, pero sin pomada. De lo dicho por el PSOE se deduce que, si los españoles optaran por otro sistema político, por ejemplo la República, ipso facto perderían la paz y la libertad.
Por lo que he leído, aseguro que ni «Abc» ni «La Razón» celebraron de forma tan servil el nacimiento de la nieta del actual rey de España por la gracia de Franco, como el periódico de Polanco. Desde luego, ignoro si las huestes de la intelectualidad polancustriana del periódico Máximo, Vicent, etabar han recibido órdenes de enaltecer la Monarquía hasta el embeleso de la ridiculez, pero, desde luego, después de leer sus jabones y suavizantes, diríase que se trata de «monárquicos democráticos» de toda la vida. ¡Monárquicos democráticos!, como si tal simbiosis fuera posible. –