«The Constitution is not a straitjacket» (La Constitución no es una camisa de fuerza). Esto lo escribe el Tribunal Supremo de Canadá en el dictamen sobre la legitimidad y legalidad de la secesión de Quebec -‘Reference Re Secession of Quebec’ (1), 1998, par. 150-. El derecho a realizar cambios constitucionales –sigue diciendo– implica el deber de los demás participantes a involucrarse en el proceso de estos posibles cambios. En caso de que exista una mayoría clara en Quebec, respondiendo a una pregunta clara sobre la secesión, existe una legitimidad democrática que los demás miembros de la federación tendrán que reconocer. El Tribunal no fija porcentajes sobre la mayoría requerida al considerar que se trata de una cuestión política, no jurídica.
De acuerdo con estas premisas, la Constitución canadiense no es, efectivamente, una «camisa de fuerza». El Tribunal emplea principios no escritos en el texto constitucional para evitar el bloqueo de un tema fundamental para la legitimidad de la federación. Menciona cuatro principios, ninguno de los cuales es jerárquicamente superior a los demás: federalismo, democracia, estado de derecho (constitucionalismo) y protección de las minorías. Se trata de un análisis que huye del nacionalismo de estado como legitimación de una unidad coactivamente indisoluble (también huye del nacionalismo quebequés como fuente de una secesión unilateral). Se trata de una lectura flexible del derecho basada en la perspectiva teórica del “pluralismo de valores” de Isaiah Berlin, y de la asunción empírica de que existe un tema de “diversidad profunda” (Ch. Taylor) para resolver civilizadamente. Se entiende que en una democracia el derecho debe formar parte de las soluciones de conflictos políticos y no formar parte de los problemas.
Este camino de reconciliación establecido por el Tribunal Supremo ha quedado posteriormente dañado por la mal llamada ‘Ley de Claridad’ (2000) aprobada por el Parlamento central. Se trata de una ley confusa, pese a su nombre, que da a las instancias centrales la capacidad de decidir unilateralmente si la pregunta y la mayoría favorable al sí son «claras», después, no antes, de que se haga la consulta (!). Naturalmente, Quebec no ha aceptado esta ley, y ha aprobado una alternativa, apoyada por todos los partidos del Parlamento, en la que fija la mayoría en un 50% más el voto de los emitidos. La clase política unionista ha dilapidado la modernidad del dictamen del Supremo. En caso de que hubiera un tercer referéndum no existen reglas claras sobre el procedimiento a seguir.
La diferencia en el tono y contenido de las disposiciones del tribunal canadiense y de sus homólogos españoles resulta insultante en términos liberales y democráticos. Pese a ser decisiones jurídicas distintas, un dictamen y una sentencia, un ejercicio para los estudiantes de las facultades de derecho sería comparar el dictamen canadiense con la sentencia del Tribunal Supremo español sobre los presos políticos catalanes independentistas. Comparar los lenguajes empleados (principales conceptos legitimadores, uso de adjetivos y adverbios), los objetivos políticos subyacentes, la actitud ante la reivindicación de la secesión, la concepción de los derechos y libertades, la democracia, la territorialidad, las minorías nacionales, la función del derecho, etc. El dictamen canadiense entiende un problema y quiere resolverlo; la sentencia española no quiere entender un problema y lleva a cabo su venganza en una pantomima de juicio. La diferencia resulta abismal.
En el tema nacional-territorial, la Constitución española sí se ha convertido en una “camisa de fuerza”. Ni resulta reformable en términos prácticos, ni ampara la reivindicación de colectividades nacionales comparables a Quebec, como Cataluña y País Vasco. El reconocimiento efectivo del pluralismo nacional y su acomodación política están simplemente ausentes de la Constitución española. Esto supone, además de la voluntad de ignorar el conflicto de fondo, una deficiencia liberal y democrática estructural del sistema constitucional. Algunos clásicos contemporáneos ya decían que cuando las Constituciones y las instituciones políticas (jefes de estado, Parlamentos, tribunales) son poco congruentes con la sociedad en la que actúan se van deslegitimando cada día un poco más y se convierten para muchos ciudadanos en un “mero trozo de papel” que merece más rechazo que respeto. Especialmente si, como es el caso de buena parte de los ciudadanos de Cataluña, el Estado ha dejado de ser un Estado de derecho. A nadie le gustan las camisas de fuerza. Si hoy se pusiera a referendo la Constitución española, en Cataluña previsiblemente sería rechazada.
ARA