¿Confrontar o flagelarse?

El 4 de noviembre de 1989, después de medio siglo de vivir encarcelada tras un muro, la población de Berlín Este llenó la Alexanderplatz para exigir libertad de expresión, de reunión y de prensa. El gobierno había apostado un fuerte contingente de tropas en la Puerta de Brandenburgo para prevenir cualquier intento de pasar la frontera. Sólo cinco días más tarde la gente la sobrepasaría en masa.

Aquella manifestación de entre un cuarto y medio millón de personas, la más grande jamás vista en la RDA, culminaba el proceso que setenta mil más habían comenzado en Leipzig el 9 de octubre. Aquella noche, saliendo de la Nikolaikirche, la gente empezó a llenar la plaza de Karl Marx. Se le añadió mucha más con carteles y pancartas y desde aquel día se manifestaron cada lunes hasta la caída del muro. Muchos de los reunidos el día 9 alrededor de aquella iglesia de gran tradición cultural -donde habían bautizado al filósofo Gottfried Leibniz y Johann Sebastian Bach había sido director musical y había estrenado la ‘Pasión según San Juan’- temían un baño de sangre. El gobierno había desplegado tanques y soldados armados con ametralladoras y todos tenían en mente el precedente de la plaza de Tiananmen de medio año atrás. A pesar de la amenaza, aquellos setenta mil manifestantes hicieron caer pacíficamente al todopoderoso Erich Honecker, quien, más inflexible que Gorbachov y algunos otros jefes de estado de países satélite, había rechazado categóricamente cualquier reforma de la RDA. No mucho antes, a finales de enero del mismo año, Honecker había afirmado que el muro todavía se mantendría en pie al cabo de cincuenta, incluso cien, años más.

Censurada por la televisión estatal, la manifestación del 9 de octubre habría podido quedar sin efecto si no hubiera sido por los periodistas Siegbert Schefke y Aram Radomski, quienes desde la torre de la iglesia registra las imágenes y las pasaron a escondidas a Berlín Oeste. Su proyección en la televisión de la RFA, vista también en la Alemania del Este, animó a la gente de más ciudades a manifestarse y una semana después Honecker era apartado de la secretaría general por el politburó del partido.

En 2017 la situación en Cataluña no era idéntica (la historia nunca se repite), pero presentaba semejanzas. El régimen español temblaba roído por la corrupción y el endeudamiento. Rajoy rechazaba cualquier negociación y se enfrentaba a la crisis criminalizando la disidencia. El gobierno y los aparatos del estado sólo tenían una respuesta a las manifestaciones pacíficas: represión policial con rumor de sables de trasfondo. Si en Alemania las consignas habían sido: ‘Nosotros somos el pueblo’, ‘Libertad y elecciones libres’, ‘No-violencia’, en Cataluña eran: ‘Somos una nación’, ‘Libertad’ y ‘Queremos votar’, todas rubricadas con la no-violencia. Como la RDA, el gobierno español intentó ocultar o desvirtuar las imágenes de las mayores manifestaciones de Europa y las del Primero de Octubre, pero en Barcelona se habían destacado muchas televisiones extranjeras y las imágenes circularon instantáneamente por todo el mundo. La mirada global indicaba el interés con que el mundo seguía aquel pulso inédito entre un movimiento de liberación nacional y un estado autoritario que estaba, no al otro lado de la alambrada ideológica, sino integrado en la Unión Europea y miembro del OTAN. Las imágenes hicieron su trabajo y el gobierno español apreció el efecto. La Unión Europea no permaneció impasible y había indicios de una mediación ‘in extremis’, pero en el momento culminante Puigdemont abrió la mano y el pájaro voló.

Un pulso dura mientras una de las partes no flaquea. Ganarlo no era ninguna cuestión de equilibrar las fuerzas; al contrario, el pulso era entre un Estado armado hasta los dientes y un pueblo inerme, las posibilidades de éxito estaban en relación inversamente proporcional a los instrumentos letales desplegados por el Estado. En condiciones mucho más duras, los alemanes habían saltado el muro. ¿Cómo se podía explicar, pues, que el envite, numéricamente muy superior, de dos millones de personas defendiendo las urnas ante una violencia extrema, que en Leipzig finalmente no se produjo, diera un resultado tan decepcionante? La principal diferencia fue, en un caso, el interés de la República Federal Alemana y la Alianza Atlántica en derribar el régimen comunista y, en el otro caso, la oposición de la Unión Europea y la propia Alianza a cualquier cosa que pudiera desestabilizar a un Estado miembro. Los europeos, con una prodigiosa hipocresía que a la larga los debilita, son incapaces de decir, como explican que Franklin D. Roosevelt dijo de Anastasio Somoza, que Rajoy -y ahora también Sánchez- es un ‘hijo de su madre’, pero es ‘nuestro’ hijo de su madre. Para decir esto hace falta la sinceridad desarbolante de los americanos, capaces de cometer una vileza a cara destapada. Y es que incluso en la vileza hay clases -y naciones-.

En otro siglo, la geopolítica brindó a los catalanes la posibilidad de convertirse en europeos amparados por Francia. Habiendo desaprovechado la oportunidad, la misma geopolítica se les ha acabado volviendo en contra. La marginalidad en los asuntos continentales, al tiempo que España participa como miembro de pleno derecho, hace que en términos prácticos obtener la libertad exija lograr el reconocimiento. La tarea no es fácil, pero tampoco imposible. Esta diferencia geopolítica con el caso alemán es de orden exterior. La otra es interna y depende de los actores. Los alemanes del Este tenían bien presente la represión del 17 de junio de 1953, así como la de Hungría en 1956 y la de Checoslovaquia con la operación Danubio en 1968. No tenían muchas razones para creer en un desenlace pacífico de su desafío al Estado; tan pocas, en todo caso, como tenían los catalanes para confiar en la circunspección española en relación con el referéndum. La diferencia en el desenlace no consiste en la menor brutalidad del comunismo, sino en la resolución de los disidentes. Harto de represión y de mentiras, el ‘Volk’ asumió el riesgo de confrontar el estado policial. Su éxito se ha atribuido al pacifismo. Las fuerzas de orden estaban preparadas para responder a la violencia y no supieron qué hacer ante una multitud pacífica que se reclamaba portadora de la legitimidad del sistema. Que el pacifismo ha convertido en el todo en estas contiendas lo confirman, en el caso catalán, la porfía de la fiscalía por presentar el referéndum como un acto de violencia y el perjurio sistemático de los testigos policiales, amparados por el tribunal supremo.

El Primero de Octubre fue un gesto de dignidad inédito en el Estado español, pero en el último momento el miedo de la desmesura de este Estado desgarró la determinación y destrozó la unidad. El momento era estructuralmente similar a aquel en el que la tensión entre la multitud reunida en la Puerta de Brandenburgo y los soldados dispuestos a abrir fuego se resolvió levantando la barrera y dejando salir la gente. Allí la crisis política se saldó, en un primer momento, con la destitución de Egon Krenz, secretario general del Partido Socialista Unificado, en diciembre, pero la dinámica era irreversible y el régimen cayó al año siguiente. En 1977, desaparecida la RDA, Krenz sería juzgado y condenado a seis años y medio de prisión como responsable de la muerte de cuatro personas abatidas cuando intentaban cruzar la frontera, entre 1984 y 1989. Terminó cumpliendo cuatro, un año más de los que ya cuentan los presos políticos catalanes, unos por haberse manifestado pacíficamente, otro por haber cumplido su función en el parlamento y el resto por haber facilitado el derecho a votar de una mayoría de ciudadanos que lo consideran inalienable.

Aquí la crisis se saldó de una manera muy diferente. Rajoy cayó, como había caído Honecker, pero los partidos catalanes que causaron su caída se han contentado con Sánchez, quien, como otro Egon Krenz, prometió reformas que no pensaba cumplir, ni el Politburó, ni el ‘establishment’, ni el ‘estado profundo’, o como quieran llamar al aparato franquista subsistente, le permitiría efectuar nunca. Que el régimen español es solidario del franquismo no tiene réplica. Krenz fue condenado por la muerte de cuatro personas bajo un régimen desaparecido; en cambio, Rodolfo Martín Villa está protegido por el Estado llamado posfranquista con el aval de todos los presidentes aún vivos. La connivencia no puede ser más explícita.

La historia nunca se repite, pero las tiranías y las pseudo-democracias comparten patrones de conducta. Ahora está en Bielorrusia donde la policía ha empleado fuego real contra los manifestantes en la ciudad de Brest, ha detenido y torturado a cientos de personas en Minsk y ha golpeado a corresponsales extranjeros para evitar que difundan las imágenes. A los manifestantes que exigen elecciones democráticas, ‘la oferta’ de ayuda militar de Vladimir Putin les ha tenido que recordar, más allá de la reciente injerencia en Ucrania, las múltiples intervenciones de la Unión Soviética en países de su esfera de influencia, sin olvidar los planes de Stalin de invadir Yugoslavia a finales de los años cuarenta del siglo pasado. Aun así, las protestas persisten y abocan a Lukashenko (y Putin) a decidirse por el baño de sangre o repetir las elecciones con una derrota más que probable del régimen si se hicieran bajo observación internacional.

El ejemplo de la Alemania del Este y otros países que se han liberado de una dictadura no deja lugar a la duda. El Estado dictatorial no dialoga nunca. Antes de claudicar agota todos los instrumentos de intimidación que tiene al alcance. España no es una excepción, porque nunca se liberó de la dictadura, y es por eso por lo que confía ciegamente en instrumentos de coerción ilimitada. De la gente depende de que la violencia triunfe o se disipe en el vacío. El obrero comunista estaba convencido de trabajar por una dictadura proletaria que iba construyendo a base de someterse a ella. También hay quien piensa que se puede construir la república catalana sometiéndose a España.

Ninguna sociedad concentracionaria tiene suficiente policía para vigilar a todos los presos. Por ello traslada el control a la población, atrapándola en una vasta telaraña de complicidad y autoengaño a fin de que se vigile ella misma. Para desbaratar el desafío independentista, el Estado ha tenido suficiente con fragmentarlo en grupos que se denuncian y entorpecen entre ellos. Encarcelando a un puñado de políticos, juzgando a unos centenares más de personas por desórdenes y amenazando a algunos funcionarios como si fuera la cosa más legítima del mundo, el Estado ha logrado sugestionar a mucha gente, pretendidos líderes de la revuelta incluidos, con la idea de que el Estado español es invencible. En una parte del independentismo se ha instalado la idea de que confrontarlo conduce inexorablemente a la derrota, pero la derrota consiste precisamente en dejarse sugestionar. Así es como, aislados e indefensos, los partidos y muchos de sus partidarios fundamentan la prisión de todos. La impotencia puede derivar de una debilidad objetiva, pero también de flagelarse con el autoodio, que suele ser el corolario de la sumisión.

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