Condiciones para ser una nación

Los expertos en sociología de la medicina hablan de las cinco etapas que recorre el paciente al que se notifica una enfermedad mortal, establecidas por Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. El lector me excusará el que no me extienda; sólo lo menciono porque la reacción del gobierno de Madrid, y de la práctica totalidad de la clase política española, poder judicial al frente, responde hasta ahora con curiosa precisión en el esquema, y como apenas estamos en la mitad del proceso, preverlo entero ayudaría a encararlo con más garantías de éxito por todas partes.

Las dos primeras fases ya se han producido, aunque en el orden inverso: la ira ha producido los efectos conocidos a partir de la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto, y de hecho no ha sido superada. Que no se engañe nadie, desde la repercusión de la crisis en los recortes y tal como el gobierno de Madrid está actuando, a efectos prácticos la autonomía de Cataluña está tan suspendida como si la Guardia Civil hubiera llevado esposados al gobierno de la Generalitat de la plaza de Sant Jaume, pero de forma discreta y seguramente más efectiva. La negación actúa a partir de los últimos movimientos de los políticos catalanes -algún humorista gráfico ha representado a los gobernantes españoles como un avestruz con la cabeza enterrada bajo tierra-, y culminan con la reacción, es decir la no reacción, ante la carta enviada por Mas a Rajoy.

Aunque no se esperan sorpresas sobre el sentido de la respuesta, el proceso -que no sigue una pauta sucesiva sino acumulativa- está a punto de entrar en las fases de negociación, depresión y aceptación, aunque a veces parezca que nunca se llegará, en especial a la tercera y a la última. En cualquier caso, y aunque en primera instancia no se vean indicios, que el proceso secesionista acabe bien no depende de los políticos de Madrid, que ya han mostrado que están dispuestos a impedirlo poniendo todos los impedimentos posibles e imaginables sino, más allá de la fortuna de la comparación con una enfermedad terminal, de la determinación de los dirigentes catalanes, y en general de la mayoría de la sociedad catalana.

No sólo de la determinación, porque en los últimos años la sociedad catalana sufre un grave problema de desestructuración y deterioro cultural, de valores y de reparto de roles y competencias, y esto podría parecer una paradoja, dado que justamente ahora ha crecido la voluntad secesionista: he dicho que lo podría parecer, porque en los sentimientos de los ciudadanos son más fuertes y consistentes el cansancio y las ganas de quitarse de encima la administración pública española que la conciencia colectiva de un proyecto nacional, con todos los elementos históricos y significantes que ello conlleva.

Porque no se trata de llegar a un nosotros ideal llamado Estado catalán, sino de qué nación, es decir, qué sociedad, estará allí en ese momento, qué puede haber detrás de tal Estado, al fin y al cabo la que le servirá para tener la entidad suficiente no sólo para constituirse, sino sobre todo para mantenerse y progresar como tal. El gobierno de la Generalitat proyecta una ley de acción exterior para prestigiar a Cataluña en el mundo, es de suponer que en Europa en primer lugar, y entonces ¿qué prestigiar? A la industria y la tecnología las han dejado morir, a la belleza natural y la cultura las han asesinado con implacable determinación, y aún ahora las están rematando, ahora mismo los únicos rasgos para reconocer Cataluña son el fútbol, la cocina, los castellers y un Gaudí de parque temático. ¿A alguien le parece que es suficiente para articular una conciencia nacional? Quizá la pregunta es atrevida, y tendría que decir, ¿alguien -con capacidad para decidir- lo ha planteado?

Se ha dicho que franceses e italianos se opondrán a la secesión catalana para no crear jurisprudencia y debilitarse respectivamente en relación con Córcega y la Padania, pero en realidad el pánico de Europa es tener que lidiar con la enorme Grecia -en el ámbito económico- de treinta y tres millones de habitantes que sería España sin Cataluña (el caso me recuerda a un marido en trámites de divorcio a quien el abogado recomendó que no insistiera en que siempre había mantenido a la mujer, porque no le serviría de descargo, sino que el juez le obligaría a seguir haciéndolo). ¿Los antecedentes históricos obligan a Cataluña a continuar subvencionando a España? Yo diría que no, pero hay que tenerlo en cuenta a la hora de la diplomacia, que no parezca lo que de hecho será: que se reparta entre toda la Europa rica la manutención de la España imperial. He aquí dos frentes en donde los líderes de la independencia tienen mucho trabajo: rejerarquizar la sociedad, y prever y explicar cómo quedaría el mapa geopolítico de la región con Cataluña separada de España.

Hay que suponer que hay economistas solventes capaces de resolver sin tropiezos la segunda cuestión, pero la primera tiene un punto de trabajo de Heracles. Lo he dicho en más de una ocasión, no hay jerarquías de valores morales e intelectuales en Cataluña, y lo que es peor -un perro que se muerde la cola-, la sociedad es incapaz de reconocer y habilitar a los agentes cualificados por establecerlas.

¿Hay un plan inteligente para abordar las etapas de negociación, depresión y aceptación de la sociedad y la clase política española? No soy muy optimista de que esta oportunidad histórica termine en el éxito, y no por los perennes impedimentos de los españoles y la tradicional apatía de los europeos sino, por parte de los catalanes, por la falta de una articulación colectiva de valores de conocimiento y autorreconocimiento más consistentes que la pela, la animalada y el eructo, más aún, por la incapacidad incluso de detectar la necesidad.

Miquel de Palol
EL PUNT – AVUI