Con el catalanismo federalista muerto sólo queda la vía de la soberanía

En la batalla centenaria del catalanismo por resolver la ensambladura de nuestro país en la península Ibérica, Cataluña sólo ha logrado una cierta autonomía en los momentos en que tanto la idea de España como la cohesión de sus élites gobernantes han sufrido una crisis política aguda: la pérdida de Cuba infantó la Mancomunidad; la Generalitat nació de la mano de una Segunda República necesitada de aliados periféricos; el Estatuto de 1979 fue una concesión de las fuerzas democráticas en un periodo de inmensa zozobra económica e institucional.

Estos paréntesis de debilidad española siempre han sido, sin embargos, pasajeros. Obedeciendo a unas fuerzas telúricas incontrolables, España tardó poco en superar su tendencia casi congénita a la anarquía interna, el Estado central se recompone y toma empuje y el socio catalán, minoritario en la piel de toro, ve sus competencias laminadas o simplemente abolidas. Este proceso se produjo de forma dramática en la primera mitad del siglo XX, con el golpe de Primo de Rivera y la Guerra Civil. En los últimos treinta años, en una España desarrollada, ha tenido lugar con medidas menos cruentas, de las que se toman (o se dejan de tomar) «para que se note el efecto sin que se note el cuidado»: la LOAPA, aprobada sólo dos años después de las primeras elecciones catalanas; el despliegue incompleto del Estatuto de Sau, y un déficit fiscal permanente.

Esta tendencia natural al estrangulamiento político se acentuó cuando una economía del ladrillo funcionando a toda máquina otorgó al PP una mayoría gubernamental sólida. Y, en aquel contexto cada vez más insufrible, la aprobación de un nuevo Estatuto se ofreció como una solución lógica para blindar una Cataluña autónoma ante una España rearmada ideológica y económicamente. Por supuesto, aquella propuesta tuvo un fuerte componente de táctica electoral. El PSC, que durante veinte años había despreciado las quejas de los gobiernos convergentes tildándolas de victimistas, decidió levantar la bandera federal, por la vía de un nuevo Estatuto, para atraer a los segmentos catalanistas imprescindibles para derrotar a CiU. El federalismo, que siempre se presenta como la solución final para todos los problemas peninsulares, ha tenido mejor planta en Cataluña, un país de grandes sentimentales, de lo que se quiere reconocer. Además del general Prim,la idea federal fue la gran aportación política de Cataluña a la España del el siglo XIX. La izquierda catalana antifranquista, quizás todavía hegemónica en el plano del discurso político (a pesar de su derrota electoral de 1980), siempre se declaró federal (no por haber leído Pí i Margall sino por influencia directa del camarada Stalin). De hecho, por culpa de nuestros federalistas soñadores, Cataluña se quedó sin concierto económico en el Estatuto de 1979 y abocada, por lo tanto, a mantener una lucha infernal contra los poderes del Estado.

Las proclamas federales del PSC le fueron bien al PSOE, necesidad de un ariete contundente (Cataluña) contra el gobierno Aznar. Por eso el día siguiente de las elecciones de marzo de 2004 fue el punto álgido del catalanismo federalista. Este movimiento, sin embargo, se fue desinflando, primero de una manera melodramàtica, más recientemente de una forma casi trágica. En el año 2005 el Parlamento aprobó un proyecto de Estatuto carente de los mecanismos de bilateralidad fuertes y del concierto económico que habrían sido necesarios para proteger Cataluña ante una España revitaminada. Las Cortes españolas, reproduciendo los comportamientos histriònicos del año 32, enmendaron el proyecto catalán hasta vaciarlo de toda referencia efectiva a los principios de bilateralidad. El padre del proyecto estatutario tuvo que abandonar la presidencia de la Generalitat. Y el Tribunal Constitucional, después de considerar, sin éxito, cinco posibles sentencias, acaba de encomendar la redacción de una nueva ponencia al sector más anticatalanista del Tribunal.

El problema, grave, es que el derrumbe de la vía estatutaria no solamente pone punto y final al camino federal sino que amenaza, hoy por hoy, con volar el edificio autonómico existente. Si la última ponencia derrotada, hecha por magistrados progresistas, ya modificaba parte de la doctrina constitucional anterior sobre el Estatuto de Sau, es indudable que los magistrados conservadores descuartizarán el Estatuto de 2006 y descafeinarán el Estatuto de 1979. El control sobre la lengua, el modelo educativo integrado y las pocas competencias policiales y financieras en manos de la Diputación-Generalitat cuelgan de un hilo finísimo.

Es evidente que nuestros federalistas son los responsables directos, conjuntamente con el resto de sus aliados del tripartito, de resolver el callejón sin salida en que se encuentra el país. De momento, sin embargo, las declaraciones que han hecho estos últimos días y las propuestas que plantean presentan el mismo tono político que ya ha conducido al fracaso estatutario. Iniciar una reforma de la ley que regula el Tribunal Constitucional es hacer un brindis al sol. Al fin y al cabo, el nombramiento de la mayoría de los nuevos magistrados siempre tendrá que contar con el acuerdo de tres quintas partes del Congreso (y, por lo tanto, el apoyo del PP). Presentar la reforma en el Senado, que es una cámara de segundo (o tercer) orden en la jerarquía del poder en España, da risa (si no hay voluntad de defender el proyecto en el Congreso de Diputados). Recusar a los miembros del Tribunal, una opción hoy por hoy silenciada, es, contra lo que ha escrito algún profesor de derecho constitucional, posible: sólo hay que repasar la lista de motivos en el artículo 219 de la ley orgánica del poder judicial. Pero sería inútil porque, como saben los buenos juristas (los que no se dejan engañar por interpretaciones formalistas o que manipulan la ley de mala fe), el Tribunal haría de parte y juez en la decisión, con plena capacidad para interpretar la ley según su conveniencia.

En todo este proceso político, tortuoso y lamentable, sólo  encuentro un consuelo: la de la pedagogía, terca, de los hechos. Con el catalanismo federalista ya muerto (si es que alguna vez había estado vivo), asesinado en manos de los aliados azañistas que, nos aseguraban, Cataluña tenía en España, sólo hay un camino por delante: el de la soberanía. Sin los federalistas (o exfederalistas), aquella es difícil y quizás improbable. Pero, ahora, al menos, sabemos (saben) que la vía alternativa, la de la articulación federal, es estrictamente imposible, una utopía.

Carles Boix / Catedrático de política y asuntos públicos de la Universidad de Princeton

Publicado por Avui-k argitaratua