Colas de novela

No sé ni me interesa saber de dónde ha venido la polémica sobre los escritores Juan Marsé y Mercè Rodoreda. La polémica es absurda, porque los términos de la comparación son inconmensurables. Que ambos fueran hijos de Barcelona e hicieran de ella el escenario de algunas de sus novelas no justifica el compararlas. Uno y otra pertenecen a universos ajenos entre sí. Tampoco tienen nada en común la calidad y la complejidad de sus obras. Rodoreda ya hace mucho tiempo que pertenece a la literatura universal. Marsé no es que no pertenezca, es que no tiene ninguna posibilidad aparente de acceder. Ni siquiera es seguro que aguante muchos años en el panteón de la literatura española, si no es para hacer el triste papelón de Juan Boscán, poeta que nadie lee pero que el nacionalismo español cita cada vez que pretende demostrar el arraigo ‘natural’ del castellano en Cataluña.

Digámoslo claro: el intento de suplantar la literatura catalana por una española con DO de Cataluña no ha tenido éxito nunca. Aquella ‘literatura barcelonesa’ que quería triunfar por defecto lo tenía todo a su favor: generaciones adiestradas en leer sólo en castellano, legiones de inmigrantes vueltos de espaldas al idioma, editoriales que menospreciaban la edición en catalán mientras miraban al mercado hispanoamericano con codicia. Aquella literatura era el reflejo de la Barcelona añorada de Vargas Llosa y algunos otros escritores latinoamericanos convencidos de que el cosmopolitismo eran ellos; la ciudad despersonalizada donde personajes como Félix de Azúa podían sentirse importantes. A la escasa cosecha de narradores franquistas de la posguerra y de los años cincuenta -los Ignacio Agustí, José María Gironella o el policía Tomás Salvador- les habían sucedido los nacidos en los años en torno a la guerra. Educados en un vacío de referentes propios con los modelos literarios de la autarquía, podían ser admitidos a modo de apéndice de una literatura castellana siempre más importante y tupida, como da fe un manuscrito de José Agustín Goytisolo titulado, con inconsciente cinismo, ‘Literatura de los años 60 en España, en castellano’, que se conserva en la biblioteca de humanidades de la Universidad Autónoma de Barcelona. Un panorama de indigencia, que, como los cuerpos adolescentes con el aumento del consumo de proteína, crece gradualmente durante las décadas siguientes y tiene como principales exponentes a Manuel Vázquez Montalbán, Juan Marsé y en un plano más gris y átono a Eduardo Mendoza. Con la excepción de Vázquez Montalbán, cuyas novelas policíacas se popularizaron en Italia y recibieron una cierta atención en Francia y Alemania, ninguno de los otros autores vinculados al intento de suplantación de la literatura catalana nunca ha tenido un gran predicamento internacional, si no es en el mercado latinoamericano, subsidiario de las editoriales barcelonesas que promueven aquellos y otros autores en castellano. Un caso aparte, excepcional, fue el éxito de Carlos Ruiz Zafón ya en este siglo. Pero está por ver si ‘La sombra del viento’ superará la barrera del éxito comercial y se convertirá en un clásico.

Juan Marsé fue un buen artesano en su género. A partir de unos orígenes humildes en todos los sentidos -las primeras novelas son de una vulgaridad inefable-, aprendió el oficio hasta convertirse en un narrador hábil de recursos intelectuales limitados. Tuvo el acierto de intuir la ambigüedad sentimental de una burguesía con ínfulas progresistas que le concedió carta de ciudadanía cultural a pesar o tal vez gracias a su talante vehemente y a la vulgarización de ciertas expresiones idiomáticas, que pasaban por una réplica realista del lenguaje popular. Tenía a favor, políticamente, la deflación del mito anarquista, el nihilismo estéril del Pijoaparte, la petulancia inocua del apátrida y más adelante el hecho de sublevarse contra la reivindicación de la lengua catalana suscribiendo el manifiesto del Foro Babel. Esta carga reaccionaria la cohonestó con la sátira igualmente feroz, pero al final tardía, de los falangistas y policías de la brigada político-social. Así tal cóctel tardofranquista encajaba con el endeble liberalismo de la ‘gauche divine’, sin la que Marsé nunca habría sido Marsé.

Durante las décadas de estrangulamiento de las letras catalanas, cuando elegir el idioma de lectura era aún más difícil que hoy en y para la mayoría una quimera, Marsé tuvo la perspicacia de dar vida literaria -y ahora no discuto con qué fidelidad- a unos distritos huérfanos de representación. El barrio de la Salud, partes de Gracia, la plaza de Lesseps y la calle de Verdi, la calle de las Camelias, la ronda del Guinardó… La importancia de esta cartografía literaria para una o dos generaciones de lectores hambrientos de imágenes del entorno es incalculable. James Joyce puso miles de nombres de ríos en ‘Finnegans Wake’ con la idea de hacer feliz a algún niño de un distrito remoto de la India que algún día pudiera encontrar el nombre del arroyo de su comarca. La idea de que un niño de una región del subcontinente asiático pudiera leer esta obra heterodoxa e imponente era estrafalaria, pero Joyce captaba la importancia que tenía para un joven ver su mundo proyectado culturalmente. Este es, en mi opinión, el gran triunfo de Marsé. Reproduciendo desde su prisma cultural -tebeos y películas de la época- los barrios de su infancia, consiguió acunar lectores que, como los huérfanos de sus historias, no disponían de otra coordenada para situarse en el mundo.

Este efecto de la localización no es fácilmente transportable y uno se pregunta si puede tener el mismo atractivo para un lector de Guadalajara, de Badajoz o de Soria y uno que haya conocido el cine Roxy, aunque no haya visto su fantasma. Ciertamente, los ‘andobas’ y las huerfanitas de Marsé habrían podido salir de Vallecas o de cualquier lugar obrero de una ciudad de perdedores. Y no es menos cierto que Joyce triunfó universalmente con la novela más localizada del siglo XX, ‘Ulysses’, donde el escritor exiliado reconstruyó pacientemente a partir de planos, la guía de teléfonos e innumerables informaciones de parientes y amistades el Dublín del 16 de junio de 1904, en memoria del primer paseo con Nora Barnacle, durante el cual la que sería su esposa le masturbó.

Esto no quiere decir sino que la narrativa, como la vida que refleja, debe estar situada en un tiempo y un lugar determinados y que estos factores inseparables -que el crítico y teórico ruso Mikhail Bakhtin llamó ‘cronotopos’- no sólo deben dar el tono a la obra sino que se convertían en un elemento dinámico del argumento. El cronotopo debe ser algo más que las bambalinas de la acción; debe insuflar en ella la forma. Que la novela de Joyce sea el resultado de la decisión de concentrar la épica moderna en la vida de un individuo en una ciudad de Europa durante un solo día no quiere decir que su alcance termine en las orillas del Liffey. En su vulgaridad y a la vez marginalidad, el judío Bloom es el hombre moderno universal, el nómada urbano del siglo XX, con un pasado histórico que no encaja en ninguna parte y va a la deriva de las horas hasta que le llega la de volver a casa. La Barcelona ‘rota’ de Rodoreda tampoco es ningún decorado, sino las piezas de una memoria que se entrelazan con los dramas de los personajes, ya sean los edificios de la plaza del Diamant cerrándose como la tapa de un ataúd encima Colometa, la verja de la casa de la calle de las Camelias donde empieza la vida de Cecilia o el jardín desaparecido de ‘Mirall trencat’ (‘Espejo roto’), con el laurel ante la ventana, la canal y el lago al fondo, símbolos de la muerte por agua (que diría Eliot), y la rata que cierra la novela como un símbolo de la destrucción del paraíso que ya aparecía en ‘La plaça del Diamant’ (‘La plaza del Diamante’) y que también simboliza la época.

En la literatura de Marsé ni encontraremos esta potencia de universalización. La carcasa del Lincoln Continental destripado donde se instalan los ‘andobas’ para fantasear sus ‘aventis’ es exactamente lo que dice Marsé: un desecho de la inmediata posguerra, un objeto externo, un ‘deus ex machina’ para vincular el presente con una época que los ‘andobas’ apenas recuerdan pero que los marca. Un montón de metal oxidado sin más significación que evocar el cine de Hollywood que pone color a la imaginación escapista de los adolescentes. En Joyce y Rodoreda la mitología impregna lo cotidiano sin que los personajes sean conscientes de ello. Marsé desconoce la levedad alusiva y nos propone, a bocajarro, que si supiéramos mirarla con los ojos de sus adolescentes envenenados por los cómics y el cine, en Barcelona veríamos marineros con anillas de plata en las orejas y sirenas tatuadas en el pecho.

Cuando Marsé trata de dar valor simbólico a los lugares cae en una intencionalidad torpe, como disfrazar al protagonista de torero y plantarlo ante la Sagrada Familia para reclamarse ciudadano de la ‘Cataluña mestiza’ que habla y escribe en el idioma desnaturalizado por el franquismo. Un idioma sin aceptación, por no decir sin curso legal, más allá de Cataluña y que, más de lo que lo hacen las referencias a ciertos barrios, da a esta narrativa un carácter cerrado que no tienen las obras de Rodoreda, por más que, irónicamente, la crítica española las tilde de localistas junto con todo el resto de la literatura catalana.

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