11 de septiembre de 1789. En la caótica Asamblea Constituyente francesa, pocas semanas después de que una revuelta popular tomara la Bastilla de París y pusiera patas arriba el Antiguo Régimen que caracterizó las sociedades europeas de los últimos siglos, se produce una virulenta discusión entre los sus miembros. Para ordenar el debate, se decide separar en dos espacios diferenciados a los representantes, todavía, de los estamentos: a la derecha, aquellos que consideran que el monarca, Luis XVI debe tener poder de veto –e ilimitado– respecto a las decisiones que se tomen en ese órgano; a la izquierda, todos aquellos que consideran que el poder real debe ser limitado y subordinado a la soberanía popular. Con esta decisión práctica y hasta cierto punto banal se inicia un convencionalismo político que explica ciertas diferencias fundamentales entre izquierda y derecha, en una denominación política que ha perdurado hasta nuestros días.
Han pasado ya casi dos siglos y medio. Los sistemas políticos, de forma paralela a las sociedades, han cambiado mucho. Las categorías ideológicas han ido evolucionando. La separación izquierda/derecha funcionó con cierta eficacia para poder interpretar el funcionamiento del sistema de gobierno y los movimientos que empujaban en una u otra dirección. De forma simplificada, podríamos establecer que las derechas eran genuinamente conservadoras –es decir, se aferraban a una determinada cosmovisión, instituciones y formas de hacer del pasado–, mientras que las izquierdas parecían intrínsecamente progresistas –es decir, que trataban de hacer avanzar las sociedades hacia un modelo previamente elucubrado en el mundo de las ideas y empujando las decisiones políticas, sociales y culturales en aquella dirección–.
Puesto que servidor de ustedes tiene formación de historiador, hay que prestar atención a una letra pequeña donde, a medida que la búsqueda y la revisión del pasado ha permitido establecer reflexiones profundas y a cuestionar determinadas interpretaciones, las cosas resultan siempre más complejas y las apariencias suelen engañar. Determinadas instituciones feudales protegían al individuo de la intemperie, mientras que ciertas concepciones del progresismo y/o liberalismo implicaban un empeoramiento dramático y repentino de la calidad de vida de buena parte de la población, no precisamente la más acomodada. Sin embargo, si algo caracteriza a la modernidad fue porque algunas de las aspiraciones de las izquierdas se lograron, mientras que algunas de las pretensiones reaccionarias fracasaron. Se quebró con el mundo feudal e instituciones de antiguo régimen que implicaban, por ejemplo, el derecho de nacimiento como principal factor a la hora de definir la posición social. El sistema se abrió –relativamente– a la meritocracia. Era posible el ascenso social sin que un apellido lo determinara todo. Se disolvieron aquellos elementos que aseguraban desigualdades estructurales y comunitarismos, como las jurisdicciones diferenciadas que impedían, por ejemplo, la mezcla y libre concurrencia entre comunidades por razón de fe (por ejemplo, en el caso de los judíos), o incluso en el caso de las mujeres (con progresiva equiparación de derechos). Aquí las izquierdas tenían un protagonismo total. Su concepción de libertad, igualdad y fraternidad (especialmente la segunda) implicaba la necesidad de crear naciones lo máximo de homogéneas posible. De hecho, si hay algo que ha caracterizado históricamente las izquierdas ha sido la manía por cierto uniformismo (nacional, lingüístico, cultural, social, moral…).
Evidentemente, izquierdas y derechas, con planteamientos tan sumamente antagónicos, protagonizaron una historia de enfrentamientos donde la violencia, la despersonalización del oponente y el mutuo resentimiento tiñeron de conflictos sangrientos la contemporaneidad. Con intereses antagónicos (especialmente cuando representaban sectores sociales en conflicto), hemos vivido una historia contemporánea caracterizada por una especie de guerra civil enterrada de intensidad variable. Sin embargo, en la práctica, las sociedades avanzaron cuando fueron capaces de dialogar y colaborar. Por ejemplo, con las primeras legislaciones de protección social a principios del siglo XX o con la creación del Estado de Bienestar a continuación de la segunda guerra mundial. Sin embargo, el siglo XX resultó absolutamente dramático. Los antagonismos, los miedos, los resentimientos mutuos y los proyectos incompatibles propiciaron la eclosión de totalitarismos, unos proyectos utópicos/distópicos en los que los individuos quedaban supeditados a un determinado orden teóricamente superior, y donde desaparecían por completo todos aquellos elementos de la tríada republicana (libertad, igualdad, fraternidad) en nombre de una idea –o líder– supremo, sin importar su coste.
La mayor parte de historiadores coinciden a la hora de identificar los dos grandes totalitarismos de la primera mitad del siglo pasado: fascismo (con sus subvariantes, entre ellos el franquismo) y el comunismo. Ambas representaban un choque contra la modernidad y los valores del humanismo y utilizaban la violencia, la represión y la colaboración entusiasta de individuos empapados de un sentido casi místico y pseudoreligioso, que acabó en tragedia. Ambos surgieron por la incapacidad de la democracia de resolver problemas prácticos y alcanzar el mínimo consenso que requieren las sociedades para ser funcionales. Ahora vivimos de nuevo en una nueva crisis de la democracia. Desde hace medio siglo se percibe una ineficiencia de la política para hacer frente a las necesidades sociales y económicas de una mayoría que vive con frustración las incertidumbres del futuro. Y esto ha permitido la eclosión, en los nuevos tiempos, de dos nuevos totalitarismos: el neoliberalismo y el islamismo. En el primer caso, disfrazado de teoría económica, representa una agenda utópica/distópica según la cual se pueden destruir los vínculos democráticos y comunitarios para practicar un despotismo material en el que los escasos ganadores de un casino económico con las cartas marcadas acaban controlando todos los mecanismos de decisión y desmantelan todos los mecanismos institucionales democráticos (aunque también, con la eclosión de un individualismo feroz, de destruir los nexos de solidaridad) para asegurar su poder. Elon Musk sería un ejemplo paradigmático; alguien ultrarrico a quien ya no da reparo alguno ocupar espacios políticos mientras acaba controlando los medios de comunicación contemporáneos, ya ni siquiera mediante la censura, sino gracias al algoritmo. Una utopía/distopía de desigualdades sociales insoportables, de culto a la riqueza (y a la personalidad), y de pringue cultural. En el segundo caso, el islamismo, disfrazado de religión, utiliza el clásico mecanismo de la fe para asegurar una concepción feudal de la existencia en un momento en que el contacto con los valores del humanismo, la democracia o la igualdad podrían cuestionar firmemente la hegemonía de unas clases dirigentes en las que el antiguo régimen (derecho de nacimiento, jurisdicciones diferenciadas, desigualdades internas abismales) trata de persistir frente, por ejemplo, a la igualdad legal de las mujeres (por eso la obsesión creciente por multiplicar cárceles textiles).
Frente a estos totalitarismos de segunda generación, las ideologías convencionales están colapsando. Las derechas, asociadas tradicionalmente al poder económico, propiciaron la transformación del capitalismo en la aberración política y económica que representa el neoliberalismo. Un neoliberalismo que nada tiene que ver con el libre mercado y que no crea riqueza, sino que tiende al monopolio y lo acumula en las pocas manos de personajes que hacen todo lo posible por destruir la democracia (y no pagar impuestos progresivos es la forma más eficaz de conseguirlo). Las izquierdas, tradicionalmente partidarias de una igualdad uniformista y homogeneizadora, han caído en la trampa de la diversidad, actuando con una ingenuidad suicida hacia un totalitarismo religioso que tiene como modelo un feudalismo milenarista y brutal. En el primer caso, basta con ver a personajes como Milei, su narcisismo, sus ansias destructoras (sobre todo respecto a todo aquello que pueda generar nexos colectivos y prácticas solidarias) y su apuesta por una absoluta anomía moral (con sus delirantes opiniones sobre la venta de órganos o los vientres de alquiler). Y sobre todo, por su odio visceral y agresivo contra los pobres (aunque su administración es una verdadera y productiva factoría de pobres, haciendo que Argentina pase de la pobreza a la más absoluta miseria). Que unas derechas despojadas del mínimo sentido cristiano de la moral hagan de Milei una especie de héroe o esperanza blanca de seguidores entusiastas denota el punto de degradación ideológica y su naufragio moral.
En el campo de las izquierdas, las cosas no van mejor. La renuncia al pensamiento ilustrado (comprobable hoy con las delirantes apuestas educativas que rechazan siglos de racionalismo), les ha empujado a asumir una agenda rousseauniana con la admiración de buenos salvajes que, con un punto de perplejidad, las contemplan con ganas de comerlas. Frente a la igualdad, la homogeneidad con un punto de antipático uniformismo (nos recordaba Tony Judt que la solidaridad sólo se acepta cuando los beneficiarios son similares a nosotros), han caído con entusiasmo en la trampa de la diversidad mientras se hunden en las arenas movedizas del relativismo moral. Así, el trato desigual respecto a varios colectivos (defender el ateísmo frente al cristianismo, mientras la crítica al islam se convierte en anatema), lo ha desautorizado ante sus sectores tradicionales –las clases trabajadoras y los librepensadores–. La diferencia de trato entre la defensa del feminismo de las mujeres occidentales y la tolerancia entusiasta respecto a la misoginia del islam recuerda a una suerte de defensa de Ancien Régime en la que cada comunidad se regía por coordenadas legales y morales diferenciadas. Frente a desigualdades económicas crecientes, reclaman desigualdades morales y éticas entre colectivos (o peor aún, privilegiar a unos por encima de otros por razón de procedencia). Respecto a la secularización social que reclamaba la vieja ilustración, se apuesta decididamente por una suerte de seducción respecto a religiones ajenas y un pensamiento caracterizado por una especie de misticismo pseudoreligioso (con una desconcertante atracción por un orientalismo que predica el conformismo y la apatía social).
La Revolución Francesa, como todas las revoluciones, resultó un caos total en el que un nuevo orden iba sustituyendo a otro de manera desordenada, a trompicones, con reiteradas contradicciones, y que sin embargo, avanzó en la dirección de la modernidad que hemos vivido. La mejor solución a estos conflictos derivados del choque de intereses lo resolvió la democracia. Y la democracia parece sólo posible sobre la base de cierta homogeneidad social (y, sobre todo, en los marcos nacionales). La globalización puso el sistema patas arriba y, desde la renuncia a la igualdad (con su punto de antipático uniformismo), los sistemas democráticos han mostrado serios problemas de funcionamiento. Las ideologías políticas han servido, como ocurrió aquel día de septiembre de 1789, para ordenar los debates y saber a qué atenerse. Hoy, con sistemas políticos disfuncionales, izquierdas y derechas, son irreconocibles. Y como nos recordaba Antonio Gramsci desde la soledad de la celda en la que el fascismo la había confinado, es en este tipo de interludios cuando aparecen monstruos.
EL MÓN