¿Ciudadanos o catalanes?

La comunidad y el Estado que la estructura políticamente no se pueden asentar sobre una sociedad caleidoscópica de lealtades enfrentadas

Cuando Josep Tarradellas salió al balcón del Palacio de la Generalitat después de regresar del exilio, se dirigió al país con el vocativo “Ciutadans de Catalunya!”, expresión que ni Macià ni Companys nunca habían empleado. Para los presidentes de la Generalitat republicana el apelativo era el gentilicio «Catalans!» Si durante la dictadura de Franco el pueblo había degenerado a la condición de simple ciudadanía, la Generalitat recuperada tampoco era el gobierno semiindependiente de los primeros tiempos de la República y el primer año de la guerra. Aquella reanudación de contacto con el país implicaba una renuncia, por lo que los socialistas convirtieron a Tarradellas en un icono. Algunos quizás recordaban que fue él quien disuadió a Macià de sostener la proclamación de la república catalana en abril de 1931. Mientras Tarradellas estaba en el exilio, la población se había doblegado con un contingente de inmigrantes que no se sentían catalanes y a menudo ni siquiera “otros catalanes”, por decirlo con el eufemismo bondadoso y esperanzado de Paco Candel. De los españoles llegados entre los años cincuenta y setenta, una gran parte nunca mostró ningún interés en catalanizarse. Tampoco sus hijos o nietos. Eran la “Cataluña real” a la que apelaban los socialistas contra la Cataluña histórica. El nacionalismo, por otra parte, ponía todo el énfasis en integrar aquella masa humana de lengua, cultura y costumbres foráneas con un contrato implícito por el que la catalanidad asumida se convertía en el motor de la movilidad social.

La ciudadanía esgrimida por Tarradellas era un juego malabar, una ficción, pues la ciudadanía designa la pertenencia a un Estado y Cataluña sólo es una región española, por lo que Tarradellas se dirigía literalmente a los ciudadanos españoles residentes en Cataluña, y con ello halagaba a los socialistas, porque afianzaba su proyecto de país. El sucesor de Tarradellas intentó recuperar la relación territorial de la identidad sin distinguir entre inquilinos contingentes y autóctonos. Por eso se empezó la fórmula, aparentemente generosa y en realidad abusiva: «Es catalán todo el mundo que vive y trabaja en Cataluña». Abusiva, porque no tenía en cuenta el sentimiento identitario de los españoles desplazados ni suponía transacción alguna con las personas que se identificaban con la catalanidad por necesidad digamos biográfica. Por lo pronto todos eran catalanes, si no de hecho sí por decreto. Y esto halagaba el sentimentalismo de los catalanes de origen al tiempo que concedía a los demás el privilegio de estipular las condiciones de la identidad adventicia, reduciéndola a la mínima expresión. Desde entonces uno se convierte en catalán al pasar el Ebro o, más recientemente, al pasar el control de pasaportes en El Prat del Llobregat, lo que anula la vigencia de una identidad definida por unos deberes y una solidaridad generada y asumida por la comunidad a lo largo de la historia. Cuando se recordaba a alguien que la catalanidad se manifiesta con determinados comportamientos, el interlocutor preguntaba socarronamente si alguien tenía la maquinita de expedir carnets de catalanidad. Era como preguntar: «¿Qué dice en tu DNI?» Pero la catalanidad no es cosa del DNI ni del ADN.

Los deberes pueden resumirse en un sentimiento de lealtad nacional ineludible. La identidad es un sentimiento porque ni nadie ni ninguna institución tiene la capacidad de imponerla. Y es ineludible porque no es optativa, como sugería el ‘addendum’ que añadía a la definición de catalán la condición de querer serlo. La confusión es grave y ha traído consigo serias complicaciones políticas. Un pícaro dijo que “es español quien no puede ser otra cosa”. La frase es exacta y vale para otras identidades nacionales. Y es que hay que distinguir la identidad nacional, que es una comunidad de sentido, generalmente heredada, de la ciudadanía, que puede canjearse, adquirirse, abandonarse y añadirse a otra, como en el caso de la doble o triple nacionalidad de la que gozan muchas personas. Hace muchos años que soy ciudadano de Estados Unidos, habiendo asumido sus deberes y derechos a todos los efectos. Podría, si quisiera, renunciar a esta nacionalidad, que en mi caso resume una formación, una socialización y una profesionalización que nunca hubiera recibido en Cataluña. En cambio, no podría dejar de ser catalán aunque quisiera, a pesar de no aportarme ninguna ventaja y sí algunas desventajas y el lastre de una fijación emotiva que nunca he podido quitarme de encima. Esto es así porque la pertenencia a la catalanidad no la he escogido, sino que me fue transmitida por identificación natural con unos progenitores y un círculo de parientes, vecinos y amistades que conformaron el entorno de mis primeros años y dejaron una huella imborrable en el mi carácter. Con el tiempo, el círculo se amplió con el arrastre social y con las lecturas hasta alcanzar todas las generaciones que conforman la historia magra y sufrida del país. Primero los propios antepasados ​​hasta donde llegaba la memoria familiar, demasiado fina, y más adelante los extraños que, con coraje y cobardía, generosidad y conveniencia, fe y desesperación, astucia y ceguera, construyeron la historia, más bien triste y torpe pero a ratos admirable, de Cataluña y le dieron continuidad.

Este principio de cohesión que concatena siglos y une a personas en continentes distantes no tiene nada que ver ni con la ciudadanía de un Estado ni con la ubicación jurisdiccional, sino con una comunidad de referentes, uno de los cuales ciertamente es el territorio, pero otro la lealtad a la lengua que conserva, transmite y reproduce la historia común como la herencia a actualizar. Como dijo Goethe: “Aquello que has heredado de tus padres, gánalo para que puedas poseerlo”.

Cuando se interrumpe la cadena de obligaciones mutuas, porque la gente ya no siente el calor de la identidad, o porque la emoción enflaquece y se disgrega con el ingreso de intrusos que no la comparten, la comunidad nacional se desmoviliza. Entonces los deberes se convierten en utilitarios, provisionales y revocables, y la idea de sacrificarse para salvar el fundamento último de la comunidad se convierte en una aspiración panglosiana o un sarcasmo. La ciudadanía se ha presentado a menudo como una alternativa progresista al sentimiento nacional, tildado de romántico, excluyente y reaccionario por aquellos que han abrazado la idea de una lealtad jurisdiccional a un paquete de leyes mejor o peor formuladas, es decir, una constitución sin profundidad histórica y desprovista de especificidad cultural, que pone el contador a cero y reduce los herederos del proceso histórico de donde emanan los derechos, la estabilidad y la prosperidad al nivel de los recién llegados, niegan la lealtad al país que teóricamente pretenden adoptar.

Sin embargo estos intrusos –y la palabra aquí no tiene sentido peyorativo, pues da igual si son inmigrantes que, como falenes (1), viajan atraídos por una opulencia ilusoria, como si son expatriados arropados en enclaves culturales, o ejecutivos apátridas de las multinacionales– parasitan una comunidad nacional que por un lado les molesta porque, como todo lo que tiene compacidad, les apremia y condiciona, y por otro lado les atrae porque encuentran el clima ideal de tolerancia, baja competencia, docilidad e incluso conformismo que les permite arraigar y crecer.

Al fin y al cabo, si la independencia apoyara a una ciudadanía sin sustancia histórica, ¿con qué convicción pronunciarían los ciudadanos del nuevo Estado el “nosotros” que liga a los miembros de una comunidad que para subsistir necesita la lealtad de todos, no sólo a unas leyes formalizadas sino a otras inscritas en las costumbres, el trato social y las tradiciones? El “nosotros” está implícito en toda comunidad capaz de encarar un futuro común porque se apoya en un pasado compartido. Por el contrario, la comunidad y el Estado que la estructura políticamente no pueden asentarse sobre una sociedad caleidoscópica de lealtades enfrentadas.

(1) Mariposas nocturnas

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