UNO.
Es comprensible que la máxima atención de una noche electoral se ponga en las posibilidades de gobierno que ofrecen los resultados traducidos en escaños. Nada que decir. Pero para hacer un análisis del nuevo perfil político del actual Estado español con más perspectiva -y, ciertamente, más profundidad-, no es menos interesante saber cómo y por qué se ha modificado tanto y en tan pocos años el comportamiento de los votantes. En Cataluña, por ejemplo, será interesante saber dónde dormía el voto que ahora ha aparecido, con un incremento tan notable de participación respecto de las elecciones españolas de 2016. También la observación de las cifras absolutas será muy relevante para saber no tanto qué harán los elegidos, como qué han hecho y qué querían los electores. Y, ciertamente, cuando hay cambios tan significativos en un mapa político, hay que analizar con detalle la naturaleza de los trasvases entre partidos, sin hacer tantos aspavientos, por ejemplo, por el hecho de que finalmente se haya visualizado la extrema derecha que ya se escondía dentro del PP. No todo lo que parece nuevo lo es.
DOS.
Una de las consecuencias de hacer hincapié en los resultados, sin embargo, es que de repente se naturalizan las condiciones, si no inaceptables, discutibles, en que se ha tenido que afrontar la campaña. No pongo en cuestión la legitimidad de los resultados -sería otro tema- sino el hecho de que, como se dice ahora, los resultados «blanqueen» que hay partidos que han tenido los principales candidatos en la cárcel o en el exilio, o bien que enmascaren la parcialidad de la Junta Electoral Central o, incluso, tapen el juego sucio de determinados grupos mediáticos que han estado favoreciendo un clima de crispación y han forzado el voto reactivo del miedo. Todo dentro de la legalidad y aceptado implícita y forzadamente por quien se presenta a las mismas, sí. Pero esto no puede borrar el juego sucio.
TRES.
Quizás sí que hay que volver a recordar que un resultado electoral sólo sirve para entender la respuesta a la pregunta que se hace en cada convocatoria. Ahora se preguntaba por la gobernación de España, y a ello han respondido los electores. Querer hacer otras interpretaciones del voto es muy arriesgado. Lo digo porque sería bueno evitar lo que ha sido habitual en otras ocasiones: estos resultados no indican cuál es el peso del independentismo en Cataluña, incluso al margen de que haya obtenido más diputados. Sólo dice cuántos diputados independentistas se han enviado a Madrid. Tampoco dicen gran cosa sobre posibles resultados en unas futuras elecciones al Parlamento de Cataluña. La volatilidad del voto es tan grande que, más allá de las lógicas especulaciones, cada confrontación electoral es muy diferente porque va de cosas diferentes, y ya hace tiempo que los ciclos electorales se reinician en cada ocasión.
CUATRO.
Puede parecer contradictorio que la gran polarización de la campaña -y de la política de los últimos meses- se haya traducido en una fragmentación política mayor. Se diría que los electores se resisten a dejarse llevar a una dialéctica de frentes, y sobre todo que castigan a los que la provocan. Y, en este sentido, se pone de manifiesto lo que hay que repetir hasta la extenuación: es la democracia lo que cohesiona las discrepancias, por fuertes que sean, ya que fuerza acuerdos que incluso cuando son de conveniencia nada impide que acaben siendo también de convivencia.
CINCO.
En clave estrictamente catalana, es una evidencia de que los electores han premiado la estabilidad de ERC como partido en momentos convulsos. También se diría que los electores siguen esperando que el independentismo radical pero ideológicamente moderado sea capaz de ofrecer un proyecto sólido sin más dilaciones. Y sería razonable pensar que el PSC ha sido el principal refugio de los que querían escapar de la confrontación en la que confiaban quienes la provocaban, Cs y PP. ¡Tanta mala sangre para nada!
ARA