¡Cierren la Generalitat!

La cita de manual dice que los hombres pasan y las instituciones perduran. Si este es efectivamente el caso, los catalanes en los tiempos alarmados y estridentes que nos acosan y someten, tenemos mal asunto y, tal vez, habría que empezar a repensar qué hacer con una institución, la Generalitat, que a pesar histórica, cada vez resulta más inútil, desilusiones y anacrónica por el conjunto de nuestra población.

Vayamos por partes; la Generalitat moderna, la del retorno de Tarradellas y de Pujol como primer presidente electo por vía democrática, nace con la vocación de reconstruir el país -Cataluña- después de la oscuridad del Franquismo y de otros períodos marcados por el autoritarismo, el centralismo y el anticatalanismo. Hasta cierto punto, esta tarea se cumple a través de unas políticas partidistas de consenso destinadas a modernizar y desarrollar el país, dignificar los símbolos nacionales, normalizar la lengua catalana y su uso, dotar de un sentido cívico y universal de ciudadanía catalana al conjunto de la población y, por qué olvidarlo, hacer crecer el sentimiento de catalanidad en todo el país, en especial entre los inmigrantes y, ‘last but not least’, lograr una mayor presencia y conocimiento internacionales. ¿Era todo ello compatible con una España plural de modelo federal o confederal? Podría haberlo sido, si esta visión no hubiera sido pisoteada por un nuevo centralismo, ahora democrático, de izquierda y derecha españolista que remachó el clavo en visiones, sólo soñadas desde Cataluña, que ilusoriamente injertaban la Península Ibérica con los valles de los cantones suizos, los prósperos lander alemanes o un país, Canadá, más como espejismo que como espejo. Anhelos desesperados de injerto y nulo entronque realista, podríamos convenir.

Los políticos catalanes en su empeño onírico, con no pocos episodios onanísticos, creyeron que la travesía del desierto acabaría mereciendo una recompensa en forma de oasis federal o, con suerte, confederal y lo que encontraron, naturalmente, fueron desprecios, chantajes y garrotazos, primero verbales y después físicos, aparte de ignominiosos, este último episodio, vale decir no por culpa de sus homólogos «meseteños». La proverbial insensibilidad de nuestra clase política hizo que el mayúsculo tortazo se convirtiera en virtud victimista política a costa de perder hasta la camisa y un océano de dignidad. No gran cosa porque para ellos dignidad es igual a concepto vacío a discernir como la morralla de la gran y selecta pesquería. El interés general español les hace siempre cambiar su dignidad y su pragmatismo, si no significa rebaja significa arrastramiento.

Hace tiempo que parece que la Generalitat ha dejado de tener utilidad para los catalanes y menos aún para aquellos que aún aspiran -o aspiramos- al advenimiento de un Estado catalán. La institución histórica, pero no tanto como algunos predican y piensan, se ha convertido en un fenomenal comedero político y burocrático para todos aquellos a quienes terminada la jornada les da igual Puigdemont, Montilla, la monja Caram, el 155 o la llegada, que ya era hora, del holandés errante o del más que necesario Juicio Final. De lo que se trata es de no mover las cosas y como decía un político de izquierdas, pero que exactamente igual lo firmaría un de Junts, del Pdecat o de la misma CUP: «la estelada para el mitin y luego al cajón que cobro 6.000 euros y con eso no se juega».

Que me perdonen los muchos, tal vez muchísimos, funcionarios y algún político que no deben sentirse aludidos con estas líneas, pero ya hace demasiado tiempo que escuchamos y percibimos que las palabras altisonantes y visionarias que tan solo vuelan de forma gallinácea, dado que nunca son honradas y siempre, ‘a posteriori’, como acostumbran los farsantes, recurrentemente matizadas que significa impostadas. Somos República, declaraciones de independencia de medio pelo pero de grave descrédito internacional, compromisos de cumplimiento de dicho mandato el 1 de octubre o vueltas del exilio después de elecciones y ahora, últimamente, aceptación que significa claudicación de la etapa más centralista de la democracia española con la excusa del maldito virus. En conjunto, un conjunto de incumplimientos y que se resumen con una nula actitud de desobediencia ante ese Estado que criticamos y denigramos privadamente pero que al mismo tiempo le rendimos, por el siempre debido, aunque sutil, homenaje o en lengua española, «pleitesía». Si un Pantera Negra fuera un político catalán pasaría después de unas elecciones de proclamar el fin del «Poder Blanco» a confesarnos que en la plantación no se vivía tan mal y que el trato era humanitario y la comida «cojonuda». Lo he dicho en otras ocasiones: basta de hacer tanto mal a Cataluña y si no tienen valor para hacer las cosas para las que han sido votados, en casa seguro que sus familias lo acogerán con mucho afecto. «No hard feelings» como dicen los anglosajones.

Alguien dirá, con cierta razón, que el problema son los partidos y no la institución, pero quizás habría que responder que la Generalitat como moderna institución española que es -que le recuerden a Macià cómo le tomaron el pelo-, puede estar en el origen de esta podredumbre de nuestros hombres y mujeres públicos y que cualquiera que haya hecho una independencia o una revolución lo primero que ha hecho es crear una nueva simbología y unas nuevas instituciones. ¿Mantuvieron los lituanos y demás bálticos los símbolos soviéticos y sus instituciones? ¿Y los irlandeses, los estadounidenses, los croatas, los eslovenos? ¿Qué hicieron? O ahora también nos creeremos que los soviéticos mantuvieron las instituciones zaristas y los reyes católicos los reinos de taifas.

Para cambiar habría que rectificar los errores y parece que nuestro ciudadano medio prefiere vivir engañado que reconocer el engaño, haciendo buena la sentencia del escritor Mark Twain. De hecho, decía Puigdemont hace pocos días en una entrevista que ahora, justo ahora, reconocía el error de no haber defendido la independencia y que ahora, de nuevo ahora, debíamos empezar a prepararnos -¿un nuevo eufemismo tenebroso?- para el salto al muro que él mismo y, su gobierno que incluye a Junqueras, no quiso materializar. Si un general en una guerra abandona a sus soldados, lógicamente queda estigmatizado de por vida y sujeto al perdón de los hombres. Quien lo quiera entender ya lo entiende y quien busque el autoengaño que continúe confiando en estos políticos catalanes que cuando no nos faltan a la verdad, se dan la lata entre ellos como adolescentes desbarbados. Y sí es cierto, en la plantación todos comían y en algún caso el domingo, día del Señor, descansaban.

EL MÓN