Occidente se ve hoy acosado contra las cuerdas, con los únicos recursos de aumentar su competencia, desmontando los avances sociales que los chinos no han establecido nunca a fin de continuar ganando mercado
La civilización china anterior al siglo XV había sido muy activa, técnicamente próspera, creadora de muchos de los inventos de la antigüedad como son el reloj, la brújula, etc. Asimismo, le caracterizaba la curiosidad por conocer el mundo que le rodeaba. Pero sus ciudadanos viajaban sin ninguna intención agresiva, ni siquiera colonizadora. Trataban a los demás según las normas de Confucio, que pide respeto para todos los seres, 1.500 años antes de Jesucristo. Pero desde finales del siglo XV y comienzos del XVI, los chinos queman sus barcos, se parapetan detrás de las murallas, y les invaden unos aires de superioridad, quizás como resultado de todo lo que habían visto en sus viajes. Murallas que tenían no sólo la función de defender a sus habitantes sino de protegerlos de las miradas de los extranjeros, a los que detestaban. Los mandarines, ya desde muchos años antes, habían predicado una moral y unos deberes que el pueblo chino siguió sin resistencia. «Ningún elemento heterogéneo que influya en el trabajo secular, que se va realizando de manera lenta y uniforme, sin agitación», es la norma de mandarinato.
Pero en la inmensa casa china, los resultados de tanto equilibrio, de tanta feudalidad rancia, pasaron factura y los últimos quinientos años significaron un gran retraso a la vez que sufrían diversas invasiones, así como ocupaciones, por parte de los ingleses, entre otros. El hecho es que el gran imperio chino se convirtió durante estos siglos en uno de los pueblos más pobres de la tierra. En su cierre de cara al mundo extranjero, incluso les pasó de largo la Revolución Industrial.
Con todo, hubo un momento en que las doctrinas comunistas sobre la explotación del hombre por el hombre atravesaron sus murallas y sensibilizaron a algunos activistas, que vieron un camino para quitarse el sueño y el hambre de detrás de las orejas. Los nuevos mandarines rojos organizaron un estado dictatorial, que no animó precisamente la producción ni la renta per cápita.
Treinta años después, Deng Xiaoping, hombre considerado un genio en el mundo entero, supo encauzar el país. Convenció al Partido Comunista que no había que hacer inventos, que sólo había que ver lo que pasaba en Occidente y hacer lo mismo. Capitalismo, por tanto, pero siguiendo a la vez con la dictadura del proletariado. China contaba, y cuenta, con una de las materias primas más necesarias para la producción capitalista: la mano de obra. En su caso, prácticamente a coste cero. Rechazan su pauta milenaria y, en treinta años, se reconvierten en los abanderados de las dinámicas culturales y técnicas del capitalismo, adaptándose al modo de producción y de vida de quienes habían sido sus despreciados extranjeros.
Los chinos desafían el mundo capitalista, aunque con sus propias reglas. La principal, la competencia. Los economistas americanos lo encuentran sugerente. Que ellos fabriquen, que sean la fábrica del mundo, nosotros jugaremos a cromos con garantías bancarias. «Craso error». Detrás de esta decisión, la falacia de los intangibles, las ingenierías contables y la trampa y, finalmente, la crisis del 2008. Mientras la China de 2008 duplica y triplica su potencialidad a través de la economía productiva, con mercados mundiales, con unas plusvalías que la convierten así en el primer banquero del mundo.
¿De qué nos podemos quejar, los occidentales? Pienso que, principalmente, de que la evolución de la economía china no supone para el mundo, en general -evidentemente, en su país sí, en parte- ninguno de los progresos sociales humanistas que la Revolución Industrial europea comportó como contrapunto el estallido capitalista. ¿Cuál es la aportación china a la igualdad, fraternidad y libertad que de una forma u otra han sido el contrapunto del desarrollo capitalista occidental? Pienso que su gran aportación es sólo comprobar una vez más que la fuerza movilizadora del capitalismo es única, especialmente cuando no tiene fronteras ni controles que limiten su instinto primario de codicia.
Occidente se ve hoy acosado contra las cuerdas, con los únicos recursos de aumentar su competencia, desmontando los avances sociales que los chinos no han establecido nunca a fin de seguir ganando mercado.
Treinta años han sido suficientes para transmutar las milenarias tradiciones, principios, creencias y teorías espiritualistas de los orientales. Para eso ha sido necesario también que Occidente participara en el juego, esta vez como perdedor, pero impulsado por el mismo principio que ha hecho ganadores a los chinos. La ganancia por encima de toda otra consideración, confuciana, cristiana, democrática.
La instauración del capitalismo en Europa nos trajo muchos problemas sociales y muchos sufrimientos humanos, pero a su lado crecían los impulsos de la revolución. Fraternidad, igualdad y libertad, el desarrollo de la democracia, y concretamente de la social democracia. Cuando este mundo trastornado se empieza a encauzar y se empiezan a encontrar, después de la segunda guerra mundial, caminos de diálogo menos violentos, el capitalismo chino nos vuelve en parte al lugar donde comenzó la lucha del libre mercado. Releer Gorki nos recuerda China, los trabajadores saliendo de la fábrica, exhaustos, arrastrándose para tumbarse tres o cuatro horas en una cama helada, antes de volver. No había ninguna necesidad de continuar prosperando con los mismos métodos primitivos de la esclavitud. No había que hacerlo con la ventaja de la explotación de los humanos. No quisiera parecer un viejo izquierdista catastrofista. Creo que en este mundo siempre hay correctivos, pero uno se pregunta quién defiende hoy los derechos humanos. Considerar que trabajar catorce horas es un progreso, menudo objetivo de vida…