Joan B. Culla i Clarà
Unos días después de haber suscrito el “pacto de no agresión” con Stalin (de hecho, un ignominioso acuerdo de reparto territorial de la Europa del Este), cuando el 1 de septiembre de 1939 Hitler ordenó a la Wehrmacht invadir Polonia y, así, desencadenó la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas occidentales corrieron a declararse neutrales o “equidistantes” en el conflicto, que tildaron de “guerra interimperialista”. El fascismo y la “democracia burguesa” eran los propios perros capitalistas con distintos collares, y el deber del proletariado consciente era mirar la confrontación desde la barrera, esperando que los dos enemigos gemelos se hicieran pedazos entre ellos y allanaran así el camino para el feliz advenimiento de la revolución. De hecho, desde entonces y durante casi dos años, la URSS estuvo vendiendo al Tercer Reich unas materias primas que engordaban el monstruo invasor desatado el 22 de junio de 1941.
Han transcurrido más de ocho décadas y, con ellas, el período más trágico en la historia de la humanidad. Pero algunos no han aprendido nada, porque siguen prisioneros de viejos tópicos, mirando al mundo con las orejeras de un sectarismo rancio y deslumbrados, aún, por esa luz que surgió de oriente en 1917. Según informaba este diario el jueves pasado, los grupos parlamentarios de la CUP consideran que la invasión rusa de Ucrania «es una guerra entre imperios», exigen que España se «sitúe en un lugar de equidistancia entre los intereses geoestratégicos estadounidenses y rusos» y creen que es necesario cortar el envío de armas a Ucrania.
Lo leímos sin sorpresa, porque ya el 9 de marzo, mientras el Parlament de Cataluña ovacionaba al cónsul ucraniano, habíamos visto a los diputados cuperos mostrarle cartelitos con el lema ‘¡No a la guerra!’, como si quien desencadenó la confrontación armada hubiera sido el gobierno de Kiiv, y no Moscú. Es lástima que la exhibición cartelística no fueran a hacerla a la plaza Roja de la capital rusa, donde sin duda la policía de Putin se lo habría agradecido con efusión. Después, el pasado miércoles, los representantes de la CUP tampoco aplaudieron la alocución telemática de Volodímir Zelenski ante el Congreso de Diputados, y el miembro de aquella cámara Albert Botran creyó necesario justificarlo: el actual gobierno ucraniano “no puede ser aplaudido acríticamente” –explicó–, porque en Ucrania hay partidos que han sido ilegalizados y existe “mucha tolerancia con elementos neonazis”.
¿Y en la Rusia de Putin, señor Botran, reinan la democracia, el progresismo y el respeto por los derechos humanos? ¿Ha oído hablar del asesinato o el encarcelamiento perpetuo de periodistas críticos y opositores (Aleksandr Litvinenko, Anna Politkóvskaya, Boris Nemtsov, Aleksei Navalni…), del control mediático orwelliano que reina, de la ilegalización de la benemérita asociación por los derechos civiles ‘Memorial’? El comportamiento del ejército ruso en Ucrania, ¿no le parece la expresión de un nazi-estalinismo que cualquier persona decente debería condenar sin matices? Y la diferencia entre agresor y agredido, ¿no es lo suficientemente relevante dentro de los parámetros ideológicos de la CUP? ¿No justifica con creces que sea un imperativo moral –aparte de estratégico– armar a las fuerzas ucranianas que defienden su país?
La República Española en guerra estaba lejos de la ejemplaridad democrática, pero aun así millones de personas de todo el mundo entendieron cuál era en ese conflicto el campo de la libertad. Cuando en octubre de 1940 la Italia de Mussolini invadió Grecia, este país estaba gobernado por la dictadura del general Metaxás. Sin embargo, nadie que no fuese un fascista dijo que aquella era una guerra entre dictaduras y que era indiferente quien la ganara.
Es significativo que, dentro del universo cupero, quien ha levantado la voz calificando el discurso oficial de la CUP de “vergüenza” y exigiendo un debate que finalmente no ha servido de nada sea el partido trotskista Lucha Internacionalista (LI), creado el 1999. De todas las culturas políticas de la izquierda contemporánea, seguramente el trotskismo es la que primero describió y más ha sufrido la naturaleza del estalinismo. Por eso los miembros de LI han sido los primeros en denunciar “las reminiscencias estalinistas” de algunos de sus actuales compañeros, el pacifismo falaz del vértice de los anticapitalistas y su tibieza a la hora de denunciar la invasión rusa o de exigir la retirada de los secuaces de Putin (cito del manifiesto de Lucha Internacionalista del pasado 16 de marzo). Para los cerebros formateados por el sectarismo, resulta más cómodo culpar de todo a la OTAN, la Unión Europea, “el lobi armamentístico” (antes llamado “complejo militar-industrial”) y, por detrás, a los perversos norteamericanos, que tuvieron la osadía de ganar la Guerra Fría frente a aquel experimento tan exitoso y maravilloso que se llamaba Unión Soviética.
‘Last, but not least’, Endavant –uno de los principales componentes de la CUP–, afirma que la solución al conflicto pasa por reconocer “el derecho de autodeterminación del Donbass y de Crimea”. Deduzco, pues, que una futura República Catalana gobernada por la CUP reconocería el derecho de autodeterminación del Tarragonès, Baix Penedès, Baix Llobregat, etcétera. Vamos, el derecho de autodeterminación de Tabarnia. Es bueno saberlo.
ARA