No tengo ninguna duda de que Euskal Herria seguirá los pasos de Catalunya cuando ésta culmine –o incluso antes– su transición nacional para convertirse en un Estado independiente de Europa. Así lo expresé en el ciclo de conferencias que tuvieron lugar en Usurbil, Azpeitia e Iruña a finales de marzo, organizadas por Nabarralde, y que quizás se amplíen a otras ciudades. En primer lugar, desde aquí, quiero agradecer a esta entidad no sólo su invitación sino también la cálida acogida que me dispensaron, la perfecta organización que había detrás y el interés y el alto nivel intelectual del numeroso público que asistió a los tres actos. Es impresionante el esfuerzo que dedican a la libertad de su país personas como Luis Martínez Garate, Mirari Bereziartua, Angel Rekalde, Tasio Agerre y tantos otros. Sin ellos, sin personas así, con una fuerza y una perseverancia indestructibles, es imposible que un país sometido a la voluntad de un tercero pueda avanzar en la reivindicación de sus derechos. En Catalunya, por ejemplo, son esta clase de personas de la llamada sociedad civil las que están conduciendo el proceso. Esa es la clave del éxito de la Via Catalana.
España, como es lógico, lo ve de otro modo. En aquel país existe la convicción de que el proceso catalán es un invento de Artur Mas, de su gobierno y de su partido con el fin de desviar la atención de cuestiones básicas como los recortes sociales. Así lo repiten día tras día PP, PSOE, Ciudadanos y UPyD. Sin embargo no es cierto. En absoluto. Las cosas son justo al revés. La gente ha comprendido que la base de todas las políticas sociales es la independencia y Artur Mas, desde la presidencia de un país expoliado y amordazado, es tan sólo uno más de los millones de catalanes que han dicho basta a la opresión española. No hay más que ver la unidad de dos formaciones tan diametralmente opuestas como Convergència –centroderecha– i la CUP –equivalente a la izquierda abertzale– para entender lo que está sucediendo. Quiero decir con eso que, si bien es obvio que Artur Mas lidera como presidente el proceso político, es la sociedad catalana, desde todos los ámbitos, la que está marcando la ruta a seguir. En otras palabras: es la sociedad quien lidera a Artur Mas, no al revés. De hecho, parece que en España alguien ha empezado a darse cuenta de ello, puesto que, siguiendo su praxis tradicional de amordazar a todas las personas, entidades y partidos que le son desafectos, está profiriendo amenazas de ilegalización a la Assemblea Nacional Catalana y a Òmnium Cultural. Es decir, contra las entidades que realmente encabezan el proceso independentista de Catalunya y contra sus presidentas, Carme Forcadell y Muriel Casals, respectivamente.
Ese sindicato de nostálgicos de 1939 que es Manos Limpias, cuya existencia consiste en hacer el trabajo sucio a la ultraderecha encarnada por la FAES y el gobierno español, llega incluso a acusar a Forcadell y Casals de sedición. Sedición porque, según ellos, “se alzan contra la autoridad establecida”. Por lo visto, pedir que la gente se exprese a través de las urnas es para España un delito. El mismo delito del que acusan a Artur Mas con el fin de que se le aplique la Ley orgánica 20/2003 que castiga “con pena de prisión de tres años e inhabilitación absoluta por un tiempo superior entre tres y cinco años” a la autoridad que convoque una consulta popular. Ya dijo el portavoz del PP en el Congreso español, Alfonso Alonso, que el derecho a decidir no es posible “ni por las armas ni por las urnas”. A ese extremo han llegado, a criminalizar las urnas. Es un extremo que causa estupor en los países de tradición democrática, pero que es muy normal en un país de tradición absolutista como España, que bebe de las fuentes de Castilla.
Ahora, por consiguiente, estamos recogiendo los frutos de una Transición tutelada por el franquismo y por las fuerzas armadas cuyos dirigentes, en lugar de ser llevados frente a un tribunal penal internacional por crímenes contra la humanidad, han sido honorados y reverenciados y han llegado a presidir Comunidades Autónomas y a fundar partidos políticos como el que hoy gobierna el Estado español. Eso hace que ese partido, el Partido Popular, condecore a nazis y falangistas en pleno siglo XXI, subvencione a la Asociación Francisco Franco y mantenga en pie aquel monumento fascista a la barbarie que es el Valle de los Caídos. Todo tiene su lógica, y si bien es cierto que, por razón de vida, la persecución de los demócratas de hoy no pueden llevarla a cabo los totalitarios de entonces, no hay duda de que el poder se encuentra en manos de sus hijos ideológicos.
Yo, personalmente, no he olvidado nunca aquella gran mentira de la Transición que proclamaban PP y PSOE según la cual “en España se pueden defender todas las ideas políticas –también las independentistas– siempre que sea de manera pacífica y democrática”. Era una mentira que no comprometía, ya que tanto Catalunya como Euskal Herria estaban nacionalmente anestesiadas después de siglos de opresión y el independentismo era testimonial. Pero ahora las cosas han cambiado. Ahora hay una inmensa mayoría de catalanes que exige decidir su futuro político por medio de una consulta y que no va a hacer marcha atrás. Y eso ha puesto en evidencia la mentira. La gran mentira de la Transición. La prueba es que no sólo se está criminalizando al independentismo como opción política, sino que se pretende ilegalizar y encerrar en prisión a todas aquellas personas y entidades que lo promuevan.
“No llegarán tan lejos”, puede pensar alguien de buena fe. Pero cabe recordar que Arnaldo Otegi sigue en prisión con cargos inconcebibles en un país democrático y que si la izquierda abertzale pudo concurrir a las últimas elecciones fue gracias a presiones ocultas de la Unión Europea. Si de España dependiera, aquella ilegalización persistiría. Baste añadir los actuales intentos del gobierno español por ilegalizar la ‘estelada’, la bandera independentista catalana –la misma que la oficial, pero con una estrella dentro de un triángulo en la parte superior– y las sanciones económicas impuestas por la policía al público que cantaba el himno de Catalunya –sí, el himno oficial– a la entrada del estadio de Mestalla, donde jugaban el Valencia y el Nàstic de Tarragona el 19 de diciembre de 2013.
El problema de España es que tanto Artur Mas como la Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural no tienen tras ellos únicamente a un partido político, tienen a un país, tienen a un 80% de catalanes que quieren expresarse sobre la independencia por medio de las urnas. Y si eso no es posible, porque España lo impide, los dos pasos siguientes serán elecciones plebiscitarias y una posterior Declaración Unilateral de Independencia. Dicho de otra manera: el gran error de España es haber reducido el contencioso con Catalunya a una simple cuestión de nombres –Artur Mas, Carme Forcadell, Muriel Casals…– sin comprender que esos nombres no son más que las cabezas visibles de un movimiento que no tiene retorno y que cambiará espectacularmente el mapa político de la península ibérica. De ahí el título de mis conferencias, “La independencia de Catalunya antesala de la independencia de Euskal Herria”, ya que la independencia de ambos países es indisociable e inevitable. Sería inevitable la de Catalunya si Euskal Herria tomara la iniciativa y lo será la de Euskal Herria tras la iniciativa de Catalunya. Tenemos historia y realidades distintas, es cierto, pero nuestro antagonista es el mismo y compartimos tres valores humanísticos: nuestra voluntad de ser, la defensa de una lengua perseguida y nuestro respeto por el derecho a la libertad de los pueblos.