Uno de los momentos más redondos del Concierto por la Libertad, en mi opinión, se produjo con la intervención de Peret. Por un lado, logró acallar el estadio con su emotiva y al mismo tiempo sobria interpretación de El emigrante, un poema de Jacint Verdaguer con música de Amadeu Vives, estrenado en 1894 por el Orfeón Catalán, probablemente desconocido para muchos los asistentes a la fiesta. Pero también triunfó con la nueva versión de una vieja jaculatoria -ahora lo llaman mantra- a ritmo de rumba de la Barcelona olímpica, y que en el programa todavía venía con el título original en español: ‘Ella tiene poder’. Este ella, que en la primera versión era la Barcelona de los Juegos Olímpicos, el sábado se presentaba con un «Cataluña es poderosa, Cataluña tiene mucho poder».
La transformación del himno olímpico podría ser analizada desde muchos puntos de vista. Por ejemplo, el hecho de que ahora pueda sorprender que en el inicio fuera escrito y cantado en español muestra cómo ha cambiado la sensibilidad lingüística del conjunto de la sociedad catalana en los últimos veinte años. A favor del catalán, claro. También podría resultar interesante considerar la transformación de Peret, ahora cercano a las aspiraciones soberanistas -un cambio similar al de Dyango y que no es otra cosa que la expresión, en el terreno de la música popular, del proceso general que ha vivido el país-. Es decir, una adhesión que en ningún caso es vivida subjetivamente como una conversión -y, aún menos, como un gesto oportunista- sino como el redescubrimiento de una pertenencia primigenia, enmascarada largamente por unas circunstancias adversas. (Muy significativo que Peret quisiera explicar que su padre le cantaba El emigrante cuando era pequeño). Todo en su conjunto, un proceso colectivo de lo que Peter L. Berger llama ‘alternación’, precisamente para diferenciarlo del de ‘conversión’. Tendremos que hablar más extensamente de ello en otra ocasión.
Sin embargo, lo que ahora me interesa de la evolución de «Barcelona tiene poder» a «Cataluña es poderosa» es la reflexión sobre las dos marcas que aparecen en la rumba de Peret. Ya hace tiempo que los expertos -algunos expertos, al menos- consideran que la gran marca que tiene el país para su proyección y reconocimiento internacional es Barcelona. Y esta mirada turística y comercial a partir de lo que ya es un hecho consolidado les lleva a querer reducir a Cataluña a una Barcelona grande. La obsesión llega al absurdo de querer promover turísticamente la Cataluña Central con la marca Costa Barcelona, o poner el nombre de Barcelona World al proyecto de casino que se estudia para Salou, en la comarca del Tarragonès, por citar sólo un par de ejemplos.
Ciertamente, no soy experto y hablo por intuición. Pero tengo la convicción de que esta colonización de toda Cataluña por la marca Barcelona, en estos momentos, es un error. Lo es, en primer lugar, por razones geográficas objetivas. Lo es, también, porque los no barceloneses -lo que eufemísticamente llaman «el territorio», para evitar el antiguo «en las comarcas», connotado negativamente- no sólo no se sienten identificados, sino que se muestran molestos por la invasión de la marca. Pero, sobre todo, me parece un error porque muestra una mirada antigua, conservadora, políticamente miedosa, acomodada a un éxito que ya tiene más de veinte años, pero indiferente a lo que es emergente: la Cataluña que se despierta, de espíritu imparable. Si me dedicara a la comunicación, no tendría ninguna duda en apostar, como Peret, por la marca Cataluña, y asociar todas las connotaciones positivas que está generando el proceso de emancipación política. Barcelona es un clásico. Cataluña es la gran novedad que el mundo está descubriendo.