«El templo de la Sagrada Familia representará el futuro de la Cataluña moderna», afirmó Gaudí. Sorprendente predicción: para un país absolutamente ligado a la industria turística, la Sagrada Familia representa, sin duda, algo más que un templo expiatorio. Pero, aparte del acierto del vaticinio, más bien casual, ¿qué otro sentido tiene, hoy, esta rotunda frase? En apariencia, la obra -y la misma biografía intelectual- de Gaudí está basada en elementos contradictorios pero que, increíblemente, acaban dando lugar a una manera muy coherente de entender la arquitectura. En Gaudí se reúnen la tradición medieval de las catedrales y la innovación más vanguardista; las técnicas tradicionales, o incluso arcaizantes, y las modernas; los símbolos masónicos y la fe católica; el anarquismo ambiental y el conservadurismo; la naturaleza y el artificio sofisticado; los referentes cultos y populares; el localismo y el cosmopolitismo; la pura materia y el espíritu. En el Museo de la Sagrada Familia hay una maqueta donde se puede contemplar la forma en que Gaudí pensaba algunos de sus edificios: imaginando del revés y haciendo un cálculo de su resistencia por medio de un sistema de contrapesos. Sorolla dijo de él que era «un ultracatalán que vive en pleno siglo XII».
En este país hacemos cosas raras: edificios de formas delirantes, relojes blandos, comidas imposibles. Hay toda una línea bastante nítida que de Ramon Llull a Ferran Adrià, pasando por Dalí, o por Miró, o por Francesc Pujols. Hasta que las interpretó Casals, los músicos decían que las suites para violonchelo de Bach eran simples ejercicios de digitación. Ahora son la obra clave del repertorio de este instrumento. Parece que Cataluña será rara o no será, en todos los sentidos. Parece, efectivamente, que esto de los caminos conocidos, las hojas de ruta previsibles y los discursitos repetitivos y monocordes no son para nosotros. Ni ahora ni antes, y para bien y para mal. Qué le vamos a hacer, señora…
El 9 de noviembre pasó algo raro, sin precedentes, estrictamente inédito. Lo que es interesante, sin embargo, no es que fuera raro, sino que justamente gracias a ser raro resultó exitoso (que nadie pierda de vista el nexo causal). Repitiendo tópicamente lo que señalaban las hojas de ruta clásicas después de la prohibición del formato inicial, parecía que no existía ninguna salida digna, pero sí muchas maneras de acabar haciendo el ridículo. La victoria se basó en hacer camino enfilando en directo por un atajo inexplorado. Descolocó tanto al gobierno de Madrid que ahora ya actúa, de forma indisimulada, como un poder colonial: tratando de inhabilitar al presidente Mas y algunos consejeros. A partir de ahora, parece más inteligente y prudente seguir reinventando el futuro al margen de la fraseología habitual sobre Kosovo, Montenegro y otras curiosidades geográficas. En Cataluña sabemos imaginar edificios del revés, que no caen, y hacer cosas exitosas como el 9-N. En Kosovo o en Montenegro, pues, no se nos ha perdido gran cosa. La otra fijación consiste en ubicar a los partidos políticos en el centro del Universo, y hacer girar el resto de la realidad en torno suyo. Es el camino de siempre: la vía fácil y conocida. ¿Elecciones con una lista unitaria? ¿O quizás trinitaria? ¿Por qué no podemos imaginar otra manera de hacer las cosas más eficaz y al mismo tiempo más sencilla? Este país se ha movido, en buena parte, gracias a su sociedad civil. ¿Por qué no seguimos avanzando gracias a su empuje, más que a la de la maquinaria de los partidos políticos?
A menudo perdemos de vista que el proceso de transición nacional que se vive en Cataluña no encaja con ningún otro referente, ni siquiera los de Escocia o Quebec. La tentación de la mímesis existe, evidentemente, pero hacerla efectiva ni siquiera es posible. También solemos olvidar que hay caminos que ya sabemos a dónde conducen. Fracasaron a lo largo del siglo XX y han continuado fracasando en el siglo XXI, en general debido a un cálculo de fuerzas erróneo. El fiasco del Estatuto de 2006 no es más que eso. Pero las decepciones más o menos impostadas no acaban aquí: algunos han descubierto, con falsa expresión de sorpresa, que la causa catalana no tiene ni un solo valedor internacional y que, además, cuenta con la hostilidad manifiesta, clara e inequívoca de la Unión Europea. Esto significa, lisa y llanamente, que caminos ya transitados como los de Kosovo o Montenegro aquí no se pueden aplicar ni por casualidad. Y es que no estamos hablando de indiferencia, no, sino apenas de hostilidad. Esto quiere decir que nos toca hacer como Gaudí, e imaginar la construcción del edificio al revés, equilibrando los contrapesos.
ARA