En un texto famoso titulado “Desobediencia civil”, Hannah Arendt recordaba de un modo muy pedagógico en 1970 que todo contrato social democrático -valga el pleonasmo- debe basarse en el asentimiento de los ciudadanos. Los humanos llegamos siempre a un mundo ya preexistente en el que somos bien recibidos por nuestros padres y por la comunidad, de manera que los recién nacidos aceptan pasivamente el conjunto de normas que acompañan al afecto y los cuidados. Todos vivimos, dice Arendt, por una especie de consentimiento tácito que, sin embargo, no podemos llamar voluntario. ¿O sí? Podemos llamarlo voluntario, añade, sólo si vivimos en una comunidad, o bajo un contrato social, en el que se da por hecho que en cualquier momento podemos disentir. No podríamos negociar cada gesto ni refrendar en plebiscito cada costumbre y cada procedimiento -y esto tantas veces como niños vienen al mundo o como ciudadanos alcanzan la mayoría de edad- sin que el orden democrático mismo sufriera menoscabo. Pero tenemos que estar seguros de que disentir es una posibilidad legal que se puede ejercer de facto: “quien sabe que puede disentir sabe que, de alguna forma, asiente cuando no disiente”. En eso consiste básicamente una sociedad democrática. Vivimos en democracia cuando todos damos nuestro asentimiento tácito a un régimen del que podemos todos disentir abiertamente.
En los dos últimos siglos ha habido en España cuatro guerras civiles, decenas de pronunciamientos, varias dictaduras y un puñado de revueltas y revoluciones; también -si no recuerdo mal- nueve procesos constituyentes con siete constituciones finalmente aprobadas y promulgadas, todas nacidas para impugnar o suspender la anterior. Como siempre recuerda el profesor José Luis Villacañas, lo que no ha habido nunca en nuestro país es una reforma constitucional. Ni la de 1876, la más longeva, que duró 47 años, ni la de 1978, de cuya aprobación acaban de cumplirse 41 años, fueron jamás revisadas ni modificadas desde los órganos de la soberanía nacional. Es claro que pronunciamientos y revueltas son formas de “disentimiento” violento que revelan el fracaso del contrato social; en cuanto a los procesos constituyentes, son expresiones activas y colectivas de asentimiento fundacional que, más allá de la violencia que muchas veces los precede o acompaña, dejan fuera precisamente el tacitismo asociado a todo orden democrático consolidado.
No se trata de recordar de nuevo las condiciones en que se gestó y el apoyo con el que contó la constitución del 78; ni de exigir cuarenta años después, plazo convencional de toda renovación generacional, un nuevo refrendo activo. Se trata de constatar que allí donde en 40 años no ha sido posible reformar la Constitución -y hasta hace pocos años ni siquiera nombrar esa opción- no existe paradójicamente el asentimiento tácito que Hannah Arendt identificaba con un verdadero contrato social. Si el texto constitucional está concebido de hecho (más allá de las disposiciones formales) para que sea irreformable, nuestra capacidad de “disentimiento” respecto de la base misma de nuestra convivencia democrática queda radicalmente mermada; y con ello también nuestra capacidad para “asentir”. El uso que hace el régimen del 78, por ejemplo, del término “constitucionalismo” frente al “disentimiento” catalán, con la criminalización identitaria concomitante, muy parecida a la de los viejos tribunales de la Inquisición, revela esta inquietante sustitución del “contrato social” por una “jerarquía castiza” de rango ontológico: el que disiente de la Constitución es de algún modo declarado “no español”, lo que es una formidable paradoja del nacionalismo español y una ventaja para el nacionalismo catalán. Frente a este uso “castizo” de la Constitución, por cierto, el procesismo hace un uso muy semejante, en términos de asentimiento y disentimiento, de los conceptos “pueblo” y “democracia”.
Cuando se cumple un aniversario más de la Constitución del 78, no podemos decir que haya aumentado nuestra capacidad ciudadana de disentimiento. En los últimos años hemos visto cómo nuestras libertades civiles eran recortadas (de la Ley Mordaza al reciente “decreto digital”, por no hablar de las consecuencias penales de las movilizaciones del 1-O) pero hemos visto, sobre todo, un cambio en la relación de fuerzas, con la irrupción de Vox, que aleja completamente no sólo el rupturismo soñado en España por el primer Podemos y en Catalunya por la CUP sino el más modesto reformismo de las fuerzas de cambio en 2016. Hace un año se lo decía Enric Juliana al público de Barcelona en una famosa intervención (“acabaréis defendiendo la Constitución”) y hace unos días insistía en esta idea al insinuar que el juego político se iba a ceñir cada vez más a una disputa entre “constitucionalistas” y “constitucionales” en torno -en todo caso- a la Constitución misma. Ya no se trata de cambiarla sino de interpretarla; y eso en un clima casi pre-constitucional en el que una poderosa fuerza de ultraderecha se sitúa explícitamente fuera del contrato social mediante un disentimiento activo equivalente al del procesismo, pero mucho mejor acompañado. Las únicas fuerzas que se pronuncian hoy contra la Constitución son, en efecto, el independentismo catalán, dividido y derrotado, y el destropopulismo de Vox, mucho más “castizo” que el “constitucionalismo” de Casado o Arrimadas. Cuando se habla de las diferencias y similitudes entre la primera y la segunda Restauración se olvida siempre recordar que la primera no terminó con una reforma de la constitución del 76 sino con la dictadura de Primo de Rivera y su proyecto constitucional del 29, muy parecido al que tiene Abascal en su cabeza. Debimos hacerla -la reforma de texto del 78- cuando estábamos a tiempo de garantizar el disentimiento inscribiéndolo en un asentimiento tácito más inclusivo y más democrático. Pasó el momento. Lo más que podrá hacer ahora ese gobierno de coalición aún en vilo será negociar con algunos la defensa.
ARA