He seguido el debate sobre el Museo de Lizarra y la actitud del carlismo en las matanzas del 36. No voy a repetir lo que venimos contando desde hace tres décadas. Fuimos pioneros en poner apellidos a cientos de matones. Sería pueril negar la responsabilidad de la dirección del carlismo navarro en la masacre de un territorio que dominaban, como tampoco puede negarse que en zonas de mayoría carlista fue donde menos fusilados hubo y que alcaldes de boina roja impidieron todo tipo de represalia.
Tampoco se puede negar el antifranquismo de las bases carlistas desde los primeros momentos. El trabajo, aún inédito, de Ricardo Urrizola en los archivos militares, muestra que en todos los pueblos se dieron enfrentamientos, a tiros incluso, de carlistas contra falangistas y militares. El que en 1951 se diera en Iruñea la primera huelga general de la dictadura, solo se explica por ese malestar del carlismo que después de ganar una guerra en 100 años, se retiró a rumiar su decepción, su rabia y posiblemente, su remordimiento. La historia de EKA es hija de todo ello.
Pero una cosa es aclarar las responsabilidades de 1936 y otra distinta es endosar al carlismo el protagonismo «al servicio de la reacción de los ciclos de violencia política más crueles registrados en Navarra entre 1833 y 1950». Como provocación, pase, pero nada más. Para algunos, siempre es más fácil meterse con el carlismo que pedir la disolución de la Guardia Civil, verdadero terror en Navarra desde su llegada en 1844 para perseguir carlistas primero, quintos, comunaleros, pobres, rojos y separatistas después.
El Carlismo fue mucho más y eso tampoco está reflejado en el Museo. Tuñón de Lara es uno de los historiadores que destacan el carácter popular de la rebelión carlista, «que viene a ser, ni más ni menos, que el primer signo de formación de una conciencia nacional». Hasta el virrey de Navarra reconocía en 1834 ese carácter a la sublevación: «la guerra en Navarra es para aquellos habitantes una guerra nacional, y con corta diferencia lo es igualmente en las tres provincias exentas».
La jugada fue perfecta: el Ejército liberal, «de ocupación» se llamaba a sí mismo, arruinó a los pueblos que se vieron obligados a vender los comunales. Los ricos compraron a saldo. Navarra descubrió la privatización; el capitalismo. Liberal y rico se hicieron sinónimos. Entre 1860 y 1897 se enajenaron en Navarra 25.000 hectáreas de comunales, amén de derechos de hierbas, molinos, dulas y trujales. Es ahí donde está el origen de las masacres del 36, y de eso no tuvo la culpa el carlismo, sino el capitalismo liberal. Recuerdo la resistencia de mi pueblo por tener que vender el molino comunal, donde todos molían gratis, por el argumento «progresista» de que tenía que tener un dueño. Y además, el servicio militar, estancos, cédulas personales, maestros castellanos, funcionarios, Guardia Civil, fronteras en el Pirineo etc. Es posible que el carlismo popular vasco no supiera adónde dirigirse (hacia la «independencia de las provincias» apuntaron ya algunas voces) pero tenían muy claro a dónde no querían ir.
Y a fe que en algunos pueblos consiguieron frenar el despojo. En Artajona todo el pueblo compró sus propios comunales y la Sociedad de Corralizas garantizó gratuitamente hasta la electricidad, demostrando que existían otras opciones al capitalismo acaparador. En Olite, donde les habían robado 7.000 hectáreas comunales, el carlismo, con mucha sangre jornalera en las calles, mantuvo una experiencia cooperativa sin precedentes con Caja Rural, Electra, Harinera, Trilladora, Cine y Casa infantil. Era el «socialismo blanco», o «rural», como lo llamó Unamuno.
La Revolución rusa fue el paradigma que animó a los pobres a pedir tierra y libertad al margen de legitimidades dinásticas. Siempre me ha sorprendido la falta de interés de nuestro mundo académico por un fenómeno tan evidente: el desembarco masivo en muchos lugares de Navarra del carlismo al anarquismo primero y al socialismo después. Y la relación parental que hay entre los voluntarios carlistas decimonónicos, los comunaleros amotinados durante la Restauración y los jornaleros fusilados en 1936. Cuando el ejército del general Concha cruzó el Ebro, amenazó al pueblo de Lodosa con arrasarlo por carlista. Setenta años más tarde lo arrasaron por rojo. Colás, el líder anarquista fusilado, era hijo de un jefe carlista. Azcárate, el último fusilado de Olite, era hijo de Galo, el mítico comunalero carlista. En Allo, el círculo carlista acordó en asamblea convertirse en Ateneo Libertario y fueron fusilados en el 36. Estirando la paradoja, si en el siglo XIX sus abuelos no hubieran recuperado de forma tan inteligente su comunal, posiblemente los 40 de Artajona hubieran sido fusilados por rojos, como ocurrió en tantos lugares donde el robo de los comunales proletarizó al campesinado.
Luego, ya es sabido. Del frondoso árbol del carlismo se fueron desprendiendo ramas, una al nacionalismo (Sabino Arana era hijo de carlista) otra al socialismo (Dolores Ibarruri también). Otros se mantuvieron a la espera, hasta la llegada de la izquierda abertzale. Yo hace mucho que entendí por qué mi bisabuelo, jornalero, se fue a pelear con Radica, se sublevó contra las quintas y acabó en la guerra de Cuba. Por qué luego mi abuelo, jornalero también, quemó fascales, tiró piedras contra los corraliceros y acabó en la UGT. Y por qué somos astillas del mismo palo. Quien trepe un poco por su árbol genealógico encontrará nidos similares.
Para algunos historiadores, el carlismo es la «expresión de la conciencia nacional vasca en el siglo XIX». Pero también lo es como incipiente conciencia de clase y ejemplo de resistencia popular. Y de esto tampoco habla el Museo de Lizarra.
Naiz