Descontados quienes se limitan a insultar —que no son pocos— o a proponer soluciones autoritarias (como la ilegalización de más de la mitad del arco parlamentario catalán, la suspensión de la autonomía, etcétera), son admirables la imaginación y el ingenio empleados por algunos opinadores hostiles al independentismo para cortarle a este todas las salidas políticas y reducirlo al estado de quimera.
La penúltima ocurrencia a este propósito consiste en descubrir, entre grandes aspavientos retóricos (“enorme fraude político”, “anomalía legal”…) que Cataluña no se ha dotado desde 1980 de una ley electoral propia, lo cual nos convierte en un país “de bajísima calidad democrática”. E inferir de este hecho sin duda deplorable que, en unas hipotéticas elecciones con carácter “plebiscitario”, la eventual mayoría absoluta de escaños independentistas carecería de la validez y la legitimidad que el soberanismo les atribuye, pues aquella mayoría parlamentaria no tiene por qué corresponderse con una mayoría aritmética del voto ciudadano en el mismo sentido. Vamos, que en Cataluña no hace falta la mayoría absoluta de los sufragios para tenerla en diputados.
Una vez lanzadas la revelación y la denuncia, resulta lógico preguntarse quiénes fueron los autores intelectuales y políticos de semejante chanchullo, de tamaño ejercicio de ventajismo. ¿Jordi Pujol, Heribert Barrera, Àngel Colom, Carod-Rovira…? Pues no. Los responsables del invento se llamaban más bien Adolfo Suárez, Alfonso Osorio o Rodolfo Martín Villa, porque el régimen electoral vigente hasta hoy en Cataluña no es más que la adaptación de la normativa española —preconstitucional— ideada para las elecciones del 15 de junio de 1977.
Que este hecho convierta al Parlamento y al Gobierno catalanes en unas instituciones espurias, podríamos discutirlo. En todo caso, ni más ni menos espurias, o democráticamente defectuosas, que las Cortes Generales y los Gobiernos del Reino de España desde 1978, porque tampoco el legislativo estatal ha modificado desde entonces el modo de elección de los diputados a Cortes. La Ley Orgánica de Régimen Electoral General de 1985 no alteró ni el mapa de circunscripciones, ni el número total de escaños, ni la asignación de estos en función del sistema D’Hondt.
Y era lógico, porque la LOREG fue promulgada mientras el PSOE de Felipe González disfrutaba de una colosal mayoría de 202 diputados…, obtenida con el 48,11 % de los votos. Si ni siquiera en aquel momento álgido de la ilusión “por el cambio” los socialistas lograron reunir la mitad más uno de los sufragios emitidos, huelga decir que las demás mayorías absolutas del período histórico que ahora agoniza han quedado muy por debajo de ese listón, tanto las del PSOE (44,06% en 1986, 39,6% en 1989) como las del PP (44,52% en 2000, 44,63% en 2011). Así, pues, el duopolio socialista-popular beneficiario de tal distorsión no ha tenido ningún interés en corregirla.
Sin embargo, nadie ha puesto nunca en cuestión la legitimidad de aquellas mayorías, en uso de las cuales tanto el PSOE como el PP han aprobado leyes rechazadas por todo el resto del espectro parlamentario, han controlado férreamente altas instituciones del Estado que deberían ser arbitrales, han interpretado la Constitución a su conveniencia y hasta nos metieron en la guerra de Irak. Pero, por alguna misteriosa razón, lo que es perfectamente aceptable en España (tener la mayoría absoluta con un 44% de los sufragios) constituye en Cataluña un “desafuero”.
Y sí, es muy cierto que un voto en Lleida vale más del doble que en Barcelona. Pero no lo es menos que, por ejemplo en las elecciones generales de 2011, un diputado por Soria se obtuvo mediante 16.000 votos, y el de Melilla por 17.800, mientras que los escaños por Barcelona costaron cada uno desde 72.000 (los más baratos) a 84.000 sufragios (los más caros). O sea, entre cuatro y cinco veces más. Sin embargo, todos esos Catones del purismo democrático no han arremetido jamás contra semejante “fullería”, base de sustentación de todas las mayorías parlamentarias españolas, absolutas o relativas, desde 1977 acá.
Por resumir: una mayoría cualificada del Parlamento catalán solicitó de las Cortes autorización para celebrar un referéndum, y le fue denegada porque tal cosa no cabe en la Constitución. Luego, la Generalitat quiso organizar una consulta no vinculante de acuerdo con una ley catalana ad hoc, y tanto la ley como la pretensión fueron impugnadas y suspendidas. En tercer lugar, se reconvirtió la consulta en proceso participativo, que tuvo lugar el 9-N bajo el asedio jurídico del Estado y que fue objeto de befa y desprecio porque apenas votaron en él 2,4 millones de personas. En vista de lo cual el soberanismo propone dar contenido plebiscitario a unas elecciones autonómicas ordinarias. ¡Ah, pero enseguida aparecen los celadores de guardia a denunciar —-ahora— supuestas trampas del sistema electoral y a descalificar preventivamente cualquier mayoría!
Vamos, que la unidad de España es sagrada e incuestionable. Pero, para llegar a tal conclusión, no se precisaban intelectuales ni académicos. Eso ya lo tenían claro todos los sargentos chusqueros que padecí durante mi servicio militar.
EL PAIS