Cada muerte tiene un sentido

Conocí el escritor angoleño José Eduardo Agualusa a mediados de los noventa en Recife, en Brasil. Nos caímos bien enseguida. Somos del mismo año, somos ambos periodistas, vivimos ávidamente interesados ​​en lo que pasa en el mundo, pensamos de una manera similar en muchas cosas. Un día me dijo que dejaba el periodismo para dedicarse sólo a la literatura, convencido de que con la ficción se puede explicar mejor la realidad que con un oficio, este nuestro de periodista, que al final se pasa la vida intentando contrastar datos que todo el mundo quiere ocultar o intentando sortear las manipulaciones que nos echan a los pies para ver si picamos.

El recuerdo de aquella polémica me volvió a raíz de una escena de la película de Martin Scorsese ‘The Irishman’. Hay un momento en que un mafioso, para que otro se dé cuenta del poder sobre el que habla, susurra al oído: ‘Si fueron capaces de matar al presidente, ¿cómo quieres que no te maten a ti?’. Por el contexto, se entiende que la mafia mató a John F. Kennedy.

La escena me hizo dar la razón a Agualusa. Es imposible hacer más esfuerzos por aclarar los hechos que los que el periodismo estadounidense ha dedicado estos sesenta años que han pasado desde aquella tarde en Dallas. Pero no se ha podido probar nada por la vía periodística. En cambio, por la vía literaria -¿y qué es el cine sino literatura?- se ha asentado la teoría que la razón nos hace pensar que es la más sensata. No sabemos quién mató a Kennedy pero asumimos que la lógica de los hechos nos lleva finalmente allí donde Scorsese hace hablar a sus personajes.

Digo todo esto para explicar que con la pandemia del coronavirus estoy seguro de que habrá una parte básica de la información que nos quedará siempre escondida, a los periodistas y a los historiadores. Una parte que quizás los Agualusa o Scorsese nos ayudarán a entender de manera intuitiva, pero que no podremos nunca remover hasta el fondo para tener las certezas necesarias. Y no me refiero al origen de esta pandemia, sino a la comprensión profunda de la forma en que la evolución del mundo nos ha llevado a la misma.

Este gráfico extraordinario (1) cuenta la historia de las pandemias desde la peste antonina, que mató a cinco millones de personas en la Roma clásica, incluido el César. El gráfico impresiona. La peste negra mató doscientos millones de personas. La pandemia de la viruela mató cincuenta y seis. La fiebre española mató entre cuarenta millones y cincuenta millones de personas hace cien años. El sida ha matado entre veinticinco y treinta y cinco. De momento hay quince pandemias que han matado a mucha más gente que Covid-19. En cambio, y eso es lo que creo importante, ninguna ha tenido los efectos de esta que vivimos, la paralización global del planeta.

Estoy convencido de que lo que la hace tan diferente y especial es la capacidad brutal que ha tenido que hacer arrodillar lo absurdo de mundo sobre el que crece y se desarrolla. Y para responder cómo es que una pandemia tan discreta, en términos históricos, causa este impacto único, creo que hay que fijarse más en la sociedad sobre la que actúa que en el virus que la vehicula. El problema grave, el problema de verdad, es el mundo como tal, todo eso que en estas últimas décadas hemos consentido que se pudiera hacer. Y lo que nos debería dar miedo de verdad es entender la magnitud de la locura en que vivimos cada día. En que ya vivíamos cada día antes de la pandemia.

El coronavirus borra la inocencia de las miradas, enjuaga el pudor con el que íbamos haciendo el día a día. Cada muerte tiene un sentido y la crueldad que se esconde tras cada esquela nos golpea con una dureza que no permite mirad a otro lado. Matamos generaciones enteras de personas que trabajaron como gigantes para levantarnos a nosotros y que ahora se van con el adiós más frío y denigrante que podríamos imaginar. No es que no les podamos abrazar en el último segundo. Es que ni les podemos acompañar a la tumba.

Estas muertes me sublevan íntimamente, me hacen sentir muy sucio, muy indigno de ellos. Pero hay un sentimiento aún peor, que me ataca cuando pienso en todo esto que vivimos, y es la impotencia. Impotencia como periodista y como ciudadano, como vecino y como familiar, como compañero y como amigo.

Navegar en el mar de desinformación que nos inunda cada día es un ejercicio de una dificultad extrema y agotadora. Estos días vemos cosas que nos habrían parecido imposibles hace un par de meses: poner los intereses, políticos o económicos, por encima de la vida de la gente, que es eso lo que pasa. Algunos son fáciles de denunciar y en VilaWeb lo hacemos con toda la fuerza que tenemos. Pero no puedo evitar que me angustie la sensación de pensar que, sin embargo, sólo rascamos la primera capa de realidad, la más delgada.

El periodista Robert Fisk publicó en 2005 ‘The Great War for Civilisation’, un volumen de más de cinco mil páginas pensado para explicar de manera coherente la guerra del Levante. El libro ha sido criticado por algunos errores concretos, pero a mí me impresionó porque me ayudó mucho a entender que hay una máquina, que nadie sabe a ciencia cierta quién dirige ni siquiera si la dirige alguien, que hace de la guerra una manera de vivir. Consideren cuánta corrupción ha creado una cosita como la red del AVE e imaginen después cuánta se puede derivar de la invasión de Kuwait o las guerras de Afganistán e Irak. Ante el relato de Fisk te sientes pequeño, incapaz de captar el alcance del mundo real, incapaz de explicar de qué manera eso, esta máquina, pasa por encima de ti por más manifestaciones por la paz que hagas, por más artículos que puedas llegar a escribir, por más libros que pongas en las librerías.

Y, francamente, hoy me parece que Covid-19, al final, es lo mismo. Mientras escribo este artículo alguien se hace infinitamente rico con las máscaras o inventando -¡o paralizando!- medicamentos y cuidados, sólo por negocio, haciendo cálculos sobre el precio de cada pastilla. Como hay quien hace cálculos sobre cómo recuperar el poder mundial para esta economía o aquella. O quien utiliza el BOE para ayudar a alguien, amigo o dueño, o ambas cosas a la vez. En China asistimos a una guerra por el material que convierte la serie ‘Narcos’ en un programa infantil. En Shanghai los almacenes del aeropuerto están vigilados por auténticas guerrillas privadas. Hay aviones que se desvían de la ruta para aterrizar en algún remoto aeropuerto afgano o de Asia Central donde el cargamento cambia de manos gracias a un generoso soborno. Y todos los aprovechados del mundo corren a ver qué rapiñan sobre las tumbas de la gente. Y hay gobiernos que roban tests a quien los tiene y los necesita mientras tenemos políticos que piensan que se juegan la poltrona y el sueldo y, en lugar de vivir sólo para salvar vidas, viven para las encuestas electorales. Si hoy hay quien piensa en elecciones y quien pone más interés en los escaños que en las camas de hospital. ¿Y no vemos todos, cómo se nos ha llenado el día de fanáticos que mienten por el partido o por el gobierno, que no es lo mismo, pero al fin y al cabo es igual?

Lo vemos así de claro hoy que la perversión de la política, cuando hay casos absolutamente extraordinarios, se nos aparece siempre nítida. Pero es así siempre. Leonardo Sciascia aprovechó uno de esos momentos extraordinarios, en un librito imprescindible sobre el caso Aldo Moro, para retratarlo sin piedad. Hay un momento en el que explica que sus compañeros de partido, demócrata-cristianos, dejaron caer a su presidente con un simple comunicado, cuando todavía se podía salvar de la muerte. Moro imploraba que lo salvaran, que se hiciera la negociación política que sus secuestradores de las Brigadas Rojas pedían. Pero ni el partido ni el Estado la querían, convencidos de que su asesinato era la manera de frenar el pacto con los comunistas de Berlinguer que Moro, en un gesto único, había propuesto. De modo que respondieron con un comunicado monstruoso, que debía condenarlo: simplemente «non è l’uomo che conosciamo…» No es él. No es el hombre que conocíamos… Con esa frase pasó a ser un ‘muerto que habla’, según la expresión ritual de la mafia siciliana, y la máquina se impuso sobre el hombre que en teoría la estaba dirigiendo.

Para todo este ejército de inmorales, la muerte, cada muerte que hay en cada hospital y en cada residencia, en cada casa, en cada soledad, puede llegar incluso a ser vista como una oportunidad. Con una frialdad que me hace perder la fe en la humanidad. Pero lo justifican, además, agarrándose a aquel determinismo que Josep Fontana, en su extraordinario libro ‘Capitalismo y democracia’, nos recuerda que ha sido hasta hoy la base de toda una manera de entender el mundo: la idea de que todo ha pasado de la única manera como podía pasar.

Y creo que por eso hoy es muy importante alzar la voz y decir que no es verdad. Y decirlo con voz clara. No es verdad que inevitablemente un virus de un murciélago tenía que entrar en un cuerpo humano en un mercado en Wuhan y esto tenía que detener el mundo. Ni que una señora con síntomas se lo tenía que llevar en un avión a Singapur, desde donde saltaría a Italia y se nos coló en cada calle y en cada plaza y nos obligaría a encerrarnos en nuestros pisos, en nuestras casas, a no poder estar juntos ni para protestar. No es verdad que inevitablemente nuestros hospitales debían colapsarse hoy ni que nuestros sanitarios se encontrarían forzados a trabajar veinte veces más de lo que su cuerpo resiste. No es verdad que era inevitable que las fábricas del país cerraran hace veinte años y que ahora, habiendo olvidado cómo se hace, ya no seamos capaces de hacer respiradores ni batas y nos toque ir a buscarlos al oriente. No es verdad, en modo alguno lo es, que esto sea una guerra ni que sea normal poner generales ante los micrófonos. No es verdad que inevitablemente esta crisis la tengamos que volver a pagar los de siempre. No es verdad que la policía tenga el derecho de apalear de manera sádica a cualquiera que encuentre por la calle, perdiendo la medida. No es verdad que la crítica sea ‘fake news’ ni que la censura sea solución de algo. No es verdad que confundir a la gente con un recuento kafkiano que no se puede entender pueda ocultar los muertos de la visión pública.

Todo esto no ha pasado de la única manera que podía pasar. Pero sí que ha pasado de la manera que nuestros actos de las últimas décadas han hecho posible que pasara. Nosotros mismos hemos permitido y hemos alimentado este disparate monumental donde vivimos y ésta es, al fin y al cabo, la lección más importante que deberíamos aprender. Porque la pandemia pasará, pero nosotros seguiremos viviendo en un mundo que gira fuera de control impulsado cada vez a más velocidad y con menos sentido por unas fuerzas descomunales que ahora todos hemos visto sin sombra alguna de duda de que incluso pueden asesinar impunemente, matarnos, sin siquiera tener que mancharse las manos.

  1. La pared que tenemos delante estos días es inmensa e impresiona mucho. Mete mucho miedo. Pero también hace siglos que sabemos que ninguna pared es lo suficientemente grande como para ser eterna. De manera que para superar la impotencia que yo mismo he descrito que siento y para honrar como es debido todas y cada una de las muertes no hay otra salida, no veo más salida, que continuar trabajando. Por más cansados ​​que estemos, que lo estamos, y por más dudas que tengamos, que tenemos muchas. Picando y picando honradamente cada uno la pared con tanta fuerza como pueda y con cualquier herramienta que tenga en sus manos. Yo y los de VilaWeb con el periodismo, intentando entender y ayudar a entender el mundo. Ustedes, como su sentido, de la mejor manera, se lo dé a entender. En ello estamos, pues.

(1) https://www.visualcapitalist.com/history-of-pandemics-deadliest/

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