Cada cosa a su tiempo

La independencia tiene unos adversarios directos, cuya la legitimidad política no quedará en absoluto discutida por su posición en relación a las aspiraciones de una buena parte de los catalanes, sino por los métodos que utilicen para defender su voluntad política. Tanto da, pues, si estos adversarios se amparan en un ideal nacional unitario hasta ahora fallido, si defienden intereses de mercado, de clase o de casta, como si les mueve una pertenencia emocional, conciben la ruptura de modo dramático, pero ésta no es la cuestión. La cuestión es el tipo de combate y, si entran en el juego sucio, es en la denuncia de los procedimientos en los que se tendrá que poner el acento, más que en las motivaciones. En todo caso, la desigualdad de fuerzas entre estas posiciones contrarias a un proceso de emancipación nacional catalana y los defensores de un nuevo Estado proviene del hecho de que unos ya disponen de una estructura de poder que les ampara, mientras que los otros parten de una clara posición de debilidad. Por ello, el debate sobre la consulta siempre suele terminar en la discusión entre los que se amparan en la razón de Estado -definida por la Constitución española- y los que lo hacen en una voluntad democrática que consideran superior a cualquier concreción histórica particular.

 

Ahora bien, si esta desigualdad de fuerzas es muy importante para lo que pueda ser el desenlace final de este desafío soberanista, también deberíamos tener muy en cuenta los propios peligros internos del independentismo. No se trata de hacer defensas absurdas de unidades políticas, claro. La diversidad política del independentismo, todo lo contrario, es una gran fuerza que hay que preservar con cuidado. Mucho mejor, por tanto, que en Cataluña haya tres o cuatro partidos que estén plenamente de acuerdo o muy cerca de las tesis soberanistas, que la realidad política escocesa, en la que prácticamente un solo partido concentra toda la propuesta soberanista. Y mucho mejor, también, que haya unas cuantas docenas de organizaciones civiles con estrategias y sensibilidades sociales diversas para acompañar el proceso político hacia la autodeterminación de los catalanes, aunque se pueda dar la impresión de fragmentación.

 

Cuando hablo de peligros internos, pues, no me refiero a esta diversidad de posiciones legítimas. Lo que preocupa es que, precisamente porque el proceso debe ser netamente democrático -no hay otra fuerza-, lo que no sería aceptable es que se intentara aprovechar la ruptura política que representa la conquista de un nuevo Estado para hacer colar otras transformaciones políticas que deberían ser debatidas en el nuevo Parlamento soberano que se derivará de este proceso. Hay una línea delgada entre el debate por el modelo de Estado que puede alcanzar una mayoría política y el de las futuras políticas que se lleven a cabo que conviene no traspasar antes de tiempo. Hay que evitar la precipitación que supondría querer hacer pasar el objetivo de la independencia, donde pueden confluir fuerzas absolutamente distintas desde el punto de vista ideológico, con otros objetivos que más adelante tendrán que ganar específicamente en la calle y, sobre todo, en las urnas. En este sentido, es mucho mejor la «mano tendida» al presidente Mas de David Fernàndez para hacer posible la consulta soberanista -reservando el «puño en alto» para la discrepancia ideológica- que la actitud de los que la condicionan a unas políticas que, por lo menos, todavía no han recibido la validación de una mayoría parlamentaria.

 

No es ésta, sin embargo, la única preocupación que hay que tener respecto al proceso en el que estamos embarcados. También hay que seguir advirtiendo de algo tan obvio como que la independencia no lo cura todo: la pobreza, la corrupción, la incompetencia, la estupidez… Y la prueba la tenemos en todos los estados que, por independientes que sean, deben seguir soportando unas lacras propias de la condición humana que también deberán combatir en una Cataluña soberana.

 

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