Brotes verdes de democracia

La Declaración de Soberanía recientemente aprobada por el Parlamento de Cataluña es uno de los pocos ejemplos de democracia auténtica que se han visto en las últimas décadas. Con la democracia pasa a menudo como con la ciencia, que debe esforzarse para establecer de manera inequívoca cosas que -en realidad- son una obviedad. En ambos casos, el de la democracia y el de la ciencia, es fundamental e imprescindible que lo hagan así.

Declarar que el pueblo de Cataluña es soberano para decidir sobre su futuro debería ser una obviedad. Todos los pueblos lo son. No lo es tanto en el contexto de aceptación generalizada del supremacismo español en el que hemos vivido los últimos tres siglos. Es en este marco, donde una expresión como «El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano» puede resultar poco menos que revolucionaria.

Supremacismo significa, precisamente, asumir que unos pueblos tienen unos derechos (más bien, privilegios) que otros no deben compartir. Tras la muerte de Franco, la obsesión supremacista del dictador se reescribió en forma de una constitución amañada bajo la amenaza militar, y destinada a consagrar el franquismo por el método de dotarlo de una tenue pátina electoral. El documento, ferozmente atacado por la misma derecha que ahora lo ensalza, ha acabado convirtiéndose -para los continuistas- en una especie de libro sagrado, que debería ser referencia última de todo.

El supremacismo español no puede aceptar la soberanía de Cataluña porque considera que sus derechos -los de los españoles- son superiores a los de otros -los catalanes- por derecho de conquista. Los mismos españoles que son radicalmente independentistas (no quieren que su país sea gobernado por otro), niegan el derecho a la independencia a otro pueblo, sencillamente porque lo consideran inferior y -por tanto- no merecedor de los mismos derechos.

Particularmente imbéciles son los argumentos que hacen referencia a la necesidad de obedecer la legalidad vigente. Según las luminarias que se llenan la boca con estas expresiones, se ve que los Estados Unidos de Norteamérica deberían ser todavía una colonia británica. Como colonias españolas deberían ser Holanda, Bélgica y la mayor parte de los estados del continente americano. Y las mujeres no deberían poder votar, y el apartheid sudafricano debería continuar plenamente vigente. En todos estos casos, y en muchos, muchos más, se ha dado la vuelta a una situación injusta, o sencillamente no deseada por la mayoría, por medio de ignorar, desobedecer o atacar frontalmente las correspondientes legalidades vigentes. La legalidad no puede estar por encima de la democracia. Es justamente lo contrario. Es la democracia, la voluntad del pueblo, la que debe establecer la legalidad.

De hecho, si consultamos el diccionario, nos encontraremos que ‘democracia’ es-precisamente-«Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía». Si todo lo que tienen para oponerse a ello es el argumento que unos pueblos (el suyo) sí, y otros (el nuestro) no, ya no será necesario que volvamos al diccionario a buscar la palabra ‘supremacismo’ (que- por cierto- no figura).

 

http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20130127/54362432630/manel-perez-las-grandes-divergencias.html