Blas de Lezo y la cita apócrifa

 

Tiempo atrás, mientras componía ese opúsculo titulado ‘Gu gaurko euskaldunok. La historia de un robo‘, me hice eco de una frase que inicialmente, y por error, atribuí al tenor Julián Gayarre. La frase, extraída del zortziko ‘El roncalés’, decía así: «Vasco-navarro soy del valle roncalés, donde la primavera por vez primera vi florecer…». En fase todavía de borrador, descubrí que tales palabras, que yo había dado por hecho que formaban parte del repertorio de Gayarre, en realidad nunca fueron cantadas por tan prodigiosa voz, ya que fueron compuestas con posterioridad a su muerte. Concretamente en 1959, con motivo de la producción de la película Gayarre, dirigida por Domingo Viladomat y protagonizada por Alfredo Kraus. Su autor fue Gabriel Salvador Ruiz de Luna, talaverano que compuso las bandas sonoras de numerosas películas. La frase habría devenido en apócrifa si yo no hubiera hecho lo que cabe esperar de todo periodista que se tenga por tal, y aun de quien sin serlo pretenda dar a conocer algo a los demás, como es mi caso: verificar las fuentes. Me costó nada salir del error y modificar el texto. Alguno que yo sé, con carné y nómina, no habría dudado en echar mano del no permitas que la realidad te estropee un buen titular.

Como me ha costado nada verter un jarro de agua fría sobre aquellos excitados usuarios de Facebook que, ante otra frase apócrifa labrada en piedra, lanzaban vivas a España, a sus glorias militares y a sus héroes. La frase en cuestión está incluida en el pedestal de la estatua que la ciudad de Cádiz dedicó en 2014 al insigne marino pasaitarra Blas de Lezo y Olabarrieta. Dice lo siguiente:

BLAS DE LEZO. 1689-1741. «…Dile a mis hijos que morí como un buen vasco, amando y defendiendo la integridad de España y del Imperio, gracias por todo lo que me has dado mujer (…) ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!».

El que la comunidad de Facebook Don Blas de Lezo se haya hecho eco no de la escultura, a la que desde el punto de vista artístico no le veo gran mérito, sino de la inscripción, indica claramente cuál es su propósito. Apuntalar la españolidad del afamado guipuzcoano y, por ende, de todos los vascos. Reconozco, en todo caso, que me ha sorprendido que los miembros de la comunidad –que han compartido la publicación 1.330 veces y han realizado 526 comentarios, hasta el momento–, se hayan limitado a dar los citados vivas así como a pedir más hombres como él –como si España necesitara militares, y no políticos competentes y honrados–, y apenas hayan incidido en el hecho de que un vasco hiciera, en el siglo XVIII, gala de españolidad. Sólo uno, de los que he llegado a leer, se ha atrevido a preguntar, de modo casi tímido, qué opinamos los vascos al respecto.

Antes de entrar al trapo he decidido hacerle a la frase la prueba del algodón. El que luzca en un monumento público inaugurado por la entonces alcaldesa de Cádiz, Teófila Martínez, no me parecía crédito suficiente. Tales palabras me resultaban demasiado literarias como para haber sido pronunciadas por un moribundo en su lecho de muerte. Esas cosas, me he dicho, no pasan en la vida real. Es más, ¿de verdad estaba la mujer de Blas de Lezo, la supuesta testigo de las mismas, con él en aquellos aciagos momentos? Me olía a leyenda interesada. E hice bien en asegurarme, pues como he podido comprobar leyendo el interesante artículo titulado ‘Realidad vs. ficción: la confusa historia de Blas de Lezo‘, tales palabras son mera ficción. Fueron ideadas y recogidas, en concreto, por el político y escritor colombiano Pablo Victoria en su novela ‘El día que España derrotó a Inglaterra’. Ni la esposa del marino estaba en Cartagena de Indias cuando la parca visitó a éste, ni hay constancia documental alguna de que tales fueran sus últimas palabras. Como tampoco hay constancia de que su más conocida frase que ilustra la presente entrada —«Todo buen español debería mear siempre mirando a Inglaterra»— saliera de sus labios.

Imagino que tal circunstancia, que como os habréis imaginado no he dejado pasar sin plasmarla convenientemente en la referida comunidad de Facebook, no invalida la opinión de que con bastante probabilidad Blas de Lezo, como tantos otros marinos y militares vascos, prestó lealtad a la Corona española. Y digo a la Corona española, no a la nación española, pues la noción de nación tal y como hoy la entendemos, es decir, el «conjunto numeroso de personas que reconoce una historia propia y se identifica por sus hábitos culturales y su proyecto colectivo de vida en común» (3.ª acepción que da para el término la RAE), no existía todavía en el siglo XVIII. En aquella época no había ciudadanos de una nación sino súbditos de un rey, y era a los intereses de éste, no a los de aquélla, a los que servían Blas de Lezo y demás personajes vascos y no vascos que inscribieron sus nombres con letras de oro en las páginas de la Historia de España.

Otros vascos las inscribieron, pero en muy diferente sentido. Como el también guipuzcoano Lope de Aguirre, que dos siglos antes no había meado mirando hacia Inglaterra sino hacia España, a cuyo rey había puesto a caldo en cierta carta fechada en agosto de 1561. La misiva que hoy se conserva no es la original, que fue destruida por su destinatario dados los ofensivos términos en que estaba redactada, sino una copia conservada por el remitente y que fue incluida en el proceso judicial iniciado contra él; se entiende, por tanto, que si no se trata de una reproducción exacta, sí lo es al menos muy aproximada. En ella le comunica a Felipe II, al que llama «cruel e ingrato» y «quebrantador de fe y palabra», el abandono de la obediencia a su persona y su desnaturación –desnaturalización– de España. La carta no carece de ingenio y gracia, como lo demuestra la siguiente frase extraída de la misma: «Por cierto lo tengo que van pocos reyes al infierno, porque sois pocos; que si muchos fuésedes, ninguno podría ir al cielo, porque creo allá seríades peores que Lucifer». ¡Aguirre el Loco no se andaba con chiquitas! Según su biógrafo José de Arteche Arámburu su lenguaje era tan audaz, que fue traducida y difundida por toda Europa, contribuyendo tal vez –esto es una mera conjetura mía– a la leyenda negra de los Austrias.

Llama la atención que Lope de Aguirre no sólo reniegue de su rey sino que además renuncie a España, y también que al hacer una relación de los hombres que le siguen en su empresa haga hincapié en su procedencia: «Juan Gerónimo Despinola, ginovés, Juan Gómez y Christóbal García, los dos andaluces, Ruperto de Sosaya, vascongado, Nuflo Hernandez, valenciano, Juan Lopez de Ayala, de Cuenca, Custodio, portugués, Diego de Torres, navarro»… Ambas circunstancias dan una pista respecto a lo que ya he manifestado antes, acerca de que el concepto España, en el siglo XVI y aún en siglos posteriores, tiene más que ver con la Monarquía que con el territorio que ésta gobierna. De que es un estado, antes que una nación. Súmesele a ello el modo en que despide la misiva, poniendo el acento en el hecho de que lo que le ha unido a España hasta ese momento ha sido la relación de vasallaje a un monarca determinado: «Hijo de fieles vasallos tuyos en tierra vascongada, é yo rebelde fasta la muerte por tu ingratitud». Por cierto, unas líneas antes el guipuzcoano se había referido a Pedro de Ursúa, a quien arrebató el mando de la expedición en busca de El Dorado y asesinó, en los siguientes términos: «En el año de cincuenta y nueve dio el Marqués de Cañete la jornada del río del Amazonas a Pedro de Orsúa, navarro, y por decir verdad, francés». Había transcurrido medio siglo desde la conquista del Reino de Navarra, pero algunos seguían teniendo a sus habitantes por franceses. Es decir, por no españoles.

No es fácil adivinar, en el siglo XXI, en qué modo se sentían españoles los españoles de siglos precedentes. Qué representaba para ellos la palabra España. Pero es fácil concluir que con mucha probabilidad no era exactamente lo mismo que hoy representa para algunos españoles, aquéllos que más se llenan la boca con ella, los que la reivindican y añoran, los que, incluso, la incluyen en sus discursos y programas electorales.

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