El día 18 de septiembre de 2013 la jueza argentina María Servini dictó una orden internacional de busca y captura contra el expolicía español multicondecorado Antonio González Pacheco (1.946-2.020), conocido como ‘Billy el Niño’, por varios delitos de torturas cometidos a comienzos de la década de 1970. La Audiencia Nacional, sin embargo, rechazó su extradición alegando que los supuestos delitos ya habían prescrito. El gobierno del PP se negó igualmente a retirarle las condecoraciones -algunas de las cuales implicaban una remuneración adicional a su pensión- a pesar de que la orden de Servini hacía referencia a acusaciones gravísimas. Todo ello puede parecer una disfunción del sistema a pesar de que, en realidad, el corazón del sistema se basa justamente en asumir esta disfunción y muchas otras de la misma índole con normalidad. El bien o mal llamado régimen del 78 no es más que eso. El día 4 de enero de 1977 fue disuelto el Tribunal de Orden Público franquista, una de las herramientas básicas de la dictadura para otorgar una apariencia de legalidad a la represión sistemática. Y el mismo día 4 de enero de 1977, en el mismo edificio y con los mismos funcionarios, se fundó la la actual Audiencia Nacional, la misma que hace siete años rechazó la extradición de Billy el Niño.
El solo hecho de considerar que el siniestro Tribunal de Orden Público y la actual Audiencia Nacional son realidades desconectadas, cosas que no tienen nada que ver, es de risa. En todo caso, el corazón del sistema late a partir de esta ficción. Es probable que el torturador González Pacheco no votara a favor de la Constitución del 78. Tampoco lo hizo el líder del PP José María Aznar, según su propio testimonio («Tal y como está redactada la Constitución, los españoles no sabemos si […] va a deslizarse por peligrosas pendientes estatificadoras y socializantes”. «La abstención», La Nueva Rioja, 23-2-1979). Un individuo de estas características debía ser contrario, a la fuerza, a muchos artículos de la carta magna, como ahora mismo lo es Vox en relación al estado de las autonomías, y a otros puntos concretos que modificaban el ‘statu quo’ derivado del golpe de estado militar de 1936. Quiero decir, en definitiva, que a pesar de la más que probable falta de sintonía de González Pacheco con la legislación vigente, él, justamente él, ha sido uno de sus mayores beneficiarios, y hasta el último minuto de su vida. Otras personas que sí defendieron realmente las libertades, en cambio, han acabado, en el mejor de los casos, en el basurero de la historia. En el peor, siguen enterrados de tierra al borde de una carretera o de la valla de un cementerio.
Desde una perspectiva prudentemente miope, el caso de Billy el Niño parece comprometer sólo a aquellos que le terminaron dando amparo legal a pesar de la orden de busca y captura internacional de Servini. Si somos un poco honestos, sin embargo, deberíamos terminar admitiendo que el caso de este personaje que hizo cosas espantosas (el relato de Lidia Falcón, por ejemplo, es escalofriante) no sólo no supone ninguna contradicción para el orden constitucional vigente, sino que de alguna manera lo legitima. Ya sé que mucha gente no estará de acuerdo con esta perspectiva, pero resulta que el sistema se basa en la asunción de una enorme, monstruosa contradicción histórica basada en el hecho de que el rey emérito Juan Carlos I fue la vez el sucesor de Franco «a título de rey» y el gran artífice de la democracia española. Como decían los viejos escolásticos, ‘ex contradictione quodlibet’, es decir: a partir de una contradicción se puede derivar cualquier cosa. Y aquí la tenemos… El día pasado fue el caso Billy el Niño y dentro de una semana tropezaremos con algún otro parecido. O peor.
Me gustaría subrayar que todo ello no es culpa de la literalidad de la Constitución española, de este artículo o de aquel otro. No, el problema real radica en la precariedad de sus fundamentos históricos, en su carácter ficticio, en el aura de irrealidad que acompañó su redacción y posterior desarrollo. Hace 43 años, en 1977, había que hacer ver, supongo que conteniendo la risa, que el Tribunal de Orden Público y la Audiencia Nacional eran cosas diferentes. Con el paso del tiempo hemos terminado olvidando que aquello sólo era un chiste malo. Es por ello que hoy se nos hace tan raro que un tipo como éste muriera cubierto de medallas como si fuera un héroe. Todo es terriblemente coherente, pero. Cuando aparezcan otras pruebas documentales sobre los negocios del rey emérito y no vuelva a pasar nada, esta coherencia será casi perfecta. Los constitucionalistas deberían hacer entonces una reflexión profunda, creo.
ARA