Barcelona, más que una ciudad

Cuando viajas por el mundo rápidamente constatas que lo que más se conoce de Catalunya son dos referencias claras: Barcelona y el Barça. A raíz del proceso político actual en favor del derecho a decidir y a una potencial independencia, Catalunya ha pasado a ser en poco tiempo más conocida como un país dotado de personalidad nacional diferenciada. Pero en términos de conocimiento, las dos marcas catalanas por excelencia siguen siendo la capital y el Barça. Son dos activos que singularizan muy positivamente el país en la esfera internacional.

 

Centrémonos en Barcelona. El hecho de ser al mismo tiempo capital del país y referencia internacional convierte en necesario, más que en simplemente conveniente, ser extremadamente cuidadosos en cómo se gestiona la vida social, cultural y paisajística de la ciudad. Y eso tanto en términos de su proyección internacional, como de la calidad de vida de los barceloneses y de los que visitan la ciudad por motivos profesionales o de ocio. El entorno físico y las políticas públicas de una ciudad condicionan la percepción que esta última genera de sí misma, así como, en buena parte, los comportamientos y actitudes de los que en ella conviven.

 

En este sentido, parece que el Ayuntamiento tiene previsto aprobar nuevas ordenanzas que afectan a varios aspectos del espacio público: los usos, estilos y características del paisaje urbano, la incidencia de las terrazas de bares y restaurantes, la instalación de nuevos elementos de telefonía móvil, etcétera. A veces se esgrimen razones de carácter económico, y más en tiempo de crisis, para favorecer una creciente presencia de usos privados en el espacio público, por ejemplo en relación con la publicidad. Según cómo eso se haga, constituirá un grave error de decisión colectiva.

 

La calidad de vida de los barceloneses depende, entre otras cosas, de la calidad de su ciudad. Soy partidario de todo aquello que impulsa y refuerza la internacionalización de la ciudad, así como de la adaptación de las prácticas ciudadanas a las nuevas tecnologías. Pero siempre que estas políticas se hagan con un carácter temporalmente acotado. Por ejemplo, hacer uso de pantallas gigantes en el centro de la ciudad durante el periodo en que se convierte en la Mobile World Capital o establecer usos concretos en el espacio público cuando se celebran congresos científicos de prestigio son prácticas que refuerzan Barcelona como capital de referencia internacional. También la proyección ocasional de espectáculos audiovisuales usando los edificios como pantalla puede estar justificada si está conectada con referencias históricas de la ciudad (no las que simplemente proyectan publicidad en la calle desde pantallas internas), o la intervención (cuanto más discreta mejor) de entidades privadas en la decoración de Navidad, etcétera. Incluso el uso de monumentos públicos unos días cuando los equipos deportivos locales ganan títulos importantes: no dejan de ser señales proyectadas sobre el dinamismo colectivo de la ciudad.

 

Pero otras prácticas, si no están acotadas en el tiempo –a unos cuantos días– y están relacionadas con meros intereses comerciales supondrían una degradación con respecto a la situación actual, la cual es afortunadamente buena en términos comparados con otras ciudades de referencia mundial. Me refiero a prácticas como el uso de anuncios y letreros luminosos de marcas comerciales en la parte superior de los edificios; la incorporación de marcas o entidades privadas al nombre de estaciones de metro (¿a alguien le gustaría coger el metro en la estación Passeig de Gràcia Coca-Cola? ¿O en Diagonal Vodafone?); la introducción de publicidad en las puertas delanteras de los taxis –rompiendo la imagen de vehículos amarillos y negros asociados a la ciudad desde el tiempo de la Segunda República–, o el aumento de la mera publicidad de marcas privadas en la calle. Los nombres y las imágenes de la ciudad van ligados a su historia. No se pueden vender. La memoria es un bien colectivo. Un patrimonio de la ciudad.

 

Es clave mantener los signos que identifican la ciudad, sin contaminarlos con referencias privadas. La mera justificación recaudatoria es una pendiente hacia la pérdida de calidad de vida, cosa que probablemente iría en detrimento de la marca de referencia que se ha ido construyendo con el tiempo. Tampoco es una justificación decir que los beneficios se destinarán a usos sociales o a restauración. Siempre es conveniente poner al día las normativas, pero el criterio prioritario de la renovación tienen que ser los intereses colectivos a medio plazo de la ciudad y sus habitantes. Sería un error dejar que la ciudad quede colonizada por intereses privados discrecionales que no tienen relación con actividades económicas, culturales o científicas temporales de la propia ciudad. Flexibilizar la excepcionalidad no tiene que significar nunca convertirla en norma general.

 

Se puede seguir internacionalizando la ciudad sin degradar su calidad de vida. Uno de los atractivos más fuertes de Barcelona es el hecho de que combina bien el ser una realidad cosmopolita de referencia, muy abierta al mundo, con ser la capital de Catalunya, un país que busca su reconocimiento y su proyección política en el paisaje político internacional. Los decisores del Ayuntamiento tienen responsabilidades que van mucho más allá de los límites territoriales de la ciudad. Detrás de la capital hay un país. Barcelona es también “más que una ciudad”.

 

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