He estado un rato buscando la palabra más adecuada para describir el estado actual de la sociedad catalana, y en particular la del independentismo. Y después de darle muchas vueltas, creo que el término más ajustado es ‘aturdido’. Sí, la sociedad catalana en general y el independentismo en particular, desde 2017, han quedado aturdidos.
‘Aturdir’, dicen los diccionarios, es “hacer perder los sentidos por un golpe violento”. Según Coromines, ‘estabornir’ (en catalán) deriva del latín ‘stupidere’, y éste de ‘stupidus’, que también han hecho estúpido, aturdido y estupefacto. Y Coromines ve la influencia del nombre de dos pájaros, el zorzal y el estornino, que son, dice, de movimientos atolondrados. Y sí: el primero de octubre de 2017 recibimos un golpe violento que nos hizo perder los sentidos. Y sí, quedamos –y lo estamos todavía– aturdidos. Desde entonces, también hemos hecho muchas estupideces, los actuales partidos políticos nos dejan estupefactos y la sociedad civil se muestra agobiada. Todo se liga.
La primera y más clara expresión del aturdimiento es la acomodación a un clima de represión generalizado. Hemos naturalizado su práctica y sus consecuencias porque es muy difícil, si no imposible, sobrevivir en la excepcionalidad. Es lo mismo que ocurre con el déficit fiscal que, de tantos años de arrastrarlo, ya lo damos por supuesto. Se reclaman más inversiones al govern de la Generalitat y más recursos para los servicios públicos, ignorando que de donde no hay no puede manar. Las consecuencias del expolio ya no se cargan a cuenta del Estado ladrón, sino en contra de un govern esquilado.
El juez Guillem Soler ha calificado esta situación, en su terreno, de una «insensibilidad al dolor jurídico» que nos hace vivir en una «fatalidad jurídica plenamente aceptada». Es exactamente esto, pero extendido al resto de vida social, cultural y política. Existe «fatalidad lingüística» respecto del catalán, «fatalidad política» con el autonomismo y, entre otras más, «fatalidad fiscal» con la depredación del Estado. No es que no lo sepamos, pero la excepcionalidad fatiga y preferimos seguir adelante, resistir como sea, simular normalidad porque, ya se sabe: hay que ‘ir tirando’. Hemos vuelto al ‘sobrevivir’ anterior al estallido independentista, que precisamente era una revuelta contra ese ‘ir tirando’, una toma de conciencia contra un aturdimiento atávico. Y el Estado ya cuenta con ello.
La segunda expresión del aturdimiento se muestra en la incapacidad de valorar adecuadamente la gravedad de las agresiones. El criterio se ha desmoronado y nos cabrean, sin acabar de indignar, hechos menores que parecen puestos expresamente para entretenernos. Entre tanto, dejamos pasar de largo las cuestiones más graves. No reaccionamos. Nosotros mismos minimizamos gravísimos ataques a los derechos fundamentales, como la libertad de expresión y la presunción de inocencia. La brutalidad antidemocrática –y profundamente inmoral– de la policía, la judicatura, el periodismo y el gobierno patrióticos es tan bestia, que ciertamente resulta difícil imaginar cómo reaccionar. ¡Mirad la indiferencia con la que hemos reaccionado cuando el ministro Iceta ha pedido que el president Puigdemont se deje encarcelar! Y como el mal se desvela lentamente, con pequeñas píldoras diarias, como también dice Guillem Soler, la cronificación de los ataques «hace subir dramáticamente el nivel de tolerancia al dolor jurídico». Y yo añado, tolerantes al “dolor de lengua” (Enric Larreula), al “alma de esclavo” (Manuel de Pedrolo), a la “asfixia premeditada” (Ramon Trias Fargas), o a la “cultura sin libertad” (Joan Triadú).
Aturdidos, nos hemos refugiado estúpidamente en la “cautividad inadvertida” (Jordi Sales). Y hemos dejado el campo libre no sólo a los enemigos más visibles y previsibles –y por tanto, menos peligrosos–, sino a los adversarios interiores. Afortunadamente, el aturdimiento suele ser un estadio pasajero. Se puede despertar de la inconsciencia. Ya lo hicimos desde finales de 2006, con el fracaso de la reforma del Estatut, con las consultas iniciadas en Arenys de Munt en 2009 y con las movilizaciones desde 2010. Simplemente, hay que estudiar bien cómo logramos desvelarnos de la inconsciencia autonomista. Y volver a hacerlo.
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