En un pasaje de ‘La nacionalidad catalana’, Enric Prat de la Riba define al pueblo como una especie de ambiente moral que da forma a la materia humana y la trabaja de la cuna a la tumba. Es este ambiente y no el origen, raza, o herencia lo que conforma la identidad nacional de las personas. El moldeo por presión ambiental puede observarse en todas las sociedades y colectivos. Antes, a los individuos que no respondían a la presión grupal les llamaban inadaptados. Siempre los ha habido pero suelen ser minoría.
Así como la españolización ha avanzado mediante la coacción y uso de la fuerza, el catalanismo ha confiado en la acción pausada del tiempo. Ante el reto migratorio, Jordi Pujol afirma, como ya hacía en los años ochenta, que debe ponerse el ascensor social a disposición de los inmigrados. Pujol es devoto de la doctrina pratiana de la asimilación amable: “Ponga bajo la acción del espíritu nacional a gente extraña, gente de otras naciones y razas, y verá cómo suavemente, poco a poco, va revistiéndola de ligeras pero seguidas capas de barniz nacional: va modificando sus modos, instintos, afecciones, infunde ideas nuevas a su entendimiento y hasta llega a torcer poco o mucho sus sentimientos. Y si, en lugar de hombres hechos, le traen niños recien nacidos, la asimilación será radical y perfecta”.
Y ciertamente, la asimilación de recién llegados a las culturas fuertes es algo notable. En Cataluña mismo los inmigrantes de la primera mitad del siglo XX se integraron prácticamente del todo y en la segunda mitad del siglo sus hijos se convirtieron en contribuyentes netos a la catalanidad. Pero sería precipitado tomar por ley universal un proceso históricamente condicionado por factores que ya no existen o no en la proporción necesaria. A principios del siglo XX Cataluña era el centro industrial y Barcelona el motor de la modernidad en la península ibérica, con una diferencia tan abrumadora que el Estado promovió el efecto contrario. El lerrouxismo fue una política de desestabilización por inyección de barbarie en una sociedad que empezaba a organizarse. De barbarie literal, pues no en vano las tropas de choque de Alejandro Lerroux se llamaban ‘jóvenes bárbaros’. Todo el mundo recuerda la parte del artículo del primero de septiembre de 1906 (el año de la publicación de ‘La nacionalidad catalana’) en el que Lerroux exhortaba a sus seguidores: «Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie». Lerroux contraprogramó la Solidaritat con la violencia, retórica y finalmente también física, que siempre ha caracterizado al españolismo en Cataluña. Se proclamaba de izquierdas, pero era un precursor del caudillismo fascista que estalló pocos años más tarde en el continente europeo. En los años veinte, Primo de Rivera revocó a las instituciones creadas por la Mancomunitat, escuelas profesionales y organismos que por primera vez organizaban la instrucción de acuerdo con las necesidades de una sociedad moderna. La industrialización del país hacía necesario darle al patriotismo forma nacional. La doctrina emanaba de las condiciones objetivas. Pero estas condiciones han cambiado profundamente. Hoy la capacidad económica catalana no presenta un contraste tan pronunciado como un siglo atrás y sobre todo el ambiente moral, la «unidad fundamental de los espíritus» en que para Prat consistía el pueblo no se ve por ninguna parte o, en todo caso, presenta un aspecto mucho menos diferenciado del resto de la península. Cuando dos «catalanes» de cada tres son inmigrados o hijos de inmigrados, es lógico preguntarse quién asimila quién.
Nos podemos consolar con el dicho de Francesc Pujols, según el cual “el pensamiento catalán rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores”. Es una aplicación filosófica del dualismo de Prat, quien asegura con el optimismo propio de una época ascendente que el pensamiento nacional sólo se puede aniquilar destruyendo al pueblo, pero entonces incluso con la lengua extinta y la historia olvidada, “por debajo las ruinas seguirá latiendo el espíritu del pueblo prisionero […] de otro pueblo, pero luchando siempre y espiando la hora de sacar de nuevo a la luz del día su personalidad característica”. Para comulgar con este credo hay que tener fe en la existencia de un espíritu colectivo inquebrantable, capaz de perdurar a raíz de la tierra, como el Conde Arnau. La nacionalidad, afirma Prat, «ve caer y pasar por encima de ellos imperios y civilizaciones, de siglo en siglo, sin perder su ser, sin mudar de sustancia, siendo siempre ella misma».
Ante la creencia en una sustancia invariable se mantiene el sentido histórico y se pregunta qué tenían en común los habitantes de este trozo de planeta antes y después de los imperios romano, visigótico, andalusí, carolingio, español y francés, como si la “sustancia espiritual” permaneciera intacta tras la transfusión cultural y humana habida con cada nueva ocupación del territorio. Hoy, a pesar de que la ocupación corra por cauces mayormente pacíficos, es fantasioso creer que el ascensor social llevará a las masas de recién llegados a la sustancia de una catalanidad siempre coincidente consigo misma. La catalanidad está sumergida en un cambio histórico de incalculables consecuencias, entre las que la extinción no es de lejos la más improbable. El problema con el ascensor social es que implica necesariamente la idea del descenso. Para que unos suban otros deben bajar. Salvo que se conciba como una correa sin fin, como un movimiento continuo de transmisión que atraiga a nuevos recién llegados a medida que los desplaza arriba. Dicho de forma diferente: si las oleadas migratorias de las décadas recientes se han producido a raíz del ascenso económico de la inmigración de los años sesenta por la necesidad de suplir los trabajos menos prestigiados, repetir el modelo de inserción sin asimilación cultural garantizará que la «unidad fundamental de los espíritus», como Prat definía el pueblo, ceda el paso a la diversidad como valor correlativo de la nueva configuración social. Una diversidad que el Estado se encarga de unificar por arriba con los medios tradicionales de coacción, que se intensifican con las actuaciones del PP y Vox en los Países Catalanes donde gobiernan y sobrepasan las fronteras del Estado con la impúdica maniobra de la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo tutelado por la eurodiputada del PP Dolors Montserrat.
La única manera de evitar la imposición de un ambiente moral nefasto para la continuidad de la cultura catalana consiste en aplicar a los recién llegados tantas capas de barniz lo más rápidamente posible. Para lograr esta tarea es necesario, además de aumentar la presión ambiental en sentido contrario a la descompresión actual, recuperar el poder de absorción de otras épocas. Esta virtud socializadora sólo puede venir de prestigiar la lengua y la cultura, dotándolas del atractivo de cosas superiores y admirables. Esto requiere homologar los criterios de rigor y de actualidad con los de las culturas más exigentes, tal y como se propusieron y en parte consiguieron los herederos intelectuales de Prat de la Riba en la segunda y tercera décadas del siglo pasado.VILAWEB