Parece el título de un libro de poesía, y sin embargo es el de uno de los grandes textos científicos de la antigüedad. Lo recordé hace unas semanas, al dar una charla sobre las relaciones entre literatura y pintura a un auditorio compuesto principalmente por artistas plásticos.
Algunos de los asistentes reaccionaron con sorpresa –incluso con cierto malestar– ante el dato de que el número de cuadros pintables es finito, e incluso se puede calcular (invito a mis sagaces lectores y lectoras a hallar el número de páginas que tendría un catálogo de todos los cuadros posibles). Y con igual sorpresa reaccionaron los contemporáneos de Arquímedes ante su pretensión de calcular el número de granos de arena que cabrían en el universo.
A pesar de sus grandes conocimientos matemáticos, a pesar de su perfecta geometría, los antiguos griegos no disponían un buen sistema de numeración (recordemos que el cero, base de los sistemas posicionales, no se descubrió hasta el siglo V). El número más grande al que habían dado nombre era 10.000, la miríada, y Arquímedes tuvo la idea, genial en su sencillez, de utilizar las sucesivas potencias de 10.000 para expresar números muy grandes: la miríada de miríadas, la miríada de miríadas de miríadas…
Tras calcular que en una cápsula de amapola cabrían del orden de 10.000 granos de arena, y considerando que el universo era una esfera de radio igual a la distancia de
Aristarco, el precursor
Pero ¿cómo podía conocer Arquímedes la distancia de
Aristarco de Samos, el más preclaro astrónomo de la antigüedad, afirmó que
Los cálculos de Aristarco sirvieron de base a los de Arquímedes, y también de inspiración a la fascinante cosmovisión que informa su Arenario. Parece el título de un libro de poesía, y en cierto modo lo es.